Carnicero
Joyce
Carol Oates
Traducción
de Núria Molines Galarza
Alfaguara
Barcelona,
2024
417
páginas
Nadie
va a dudar, a estas alturas, de la solvencia de Joyce Carol Oates (Lockport,
Nueva York, 1938) como novelista. Siempre firme, siempre profesional, siempre
manteniendo el pulso narrativo. Pero, además, sabe elegir causas y poner su
profesionalidad a disposición de los lectores, que pueden entregarse a sus novelas
eligiendo la carga de profundidad que quieren imprimirle a la lectura, desde la
tensión propia de un thriller hasta la revelación de insólitos comportamientos
humanos, tan aborrecibles como el que nos trae aquí, en este Carnicero,
en esta obra magnética. Oates elige la biografía de un médico del doctor Silas
Weir, que en el siglo XIX llega a dirigir un hospital psiquiátrico para mujeres
y a empeñarse en unas investigaciones que relacionen la anatomía con la locura.
Pero para llevar a cabo esas investigaciones, y sus consecuentes curas, Weir
dispone de los medios más sanguinarios que uno se pueda imaginar. Hemos
titulado esta reseña utilizando la palabra bisturí, pero Weir no dispone de herramientas
tan nobles y se vale de cucharas o agujas de punto, para abrir vaginas o
perforar oídos. Su intención es pasar a la historia como un grande, como uno de
los médicos más relevantes que han paseado por el mundo, generando una
especialidad que llama ginopsiquiatría, un nombre grotesco que nos
indica que existen vínculos entre el útero y la histeria, por ejemplo.
Nos
encontramos en una época y un lugar donde los pudores son muy diferentes a los
contemporáneos, como lo son los conocimientos científicos y los desarrollos
éticos. Aun así, destaca la inhumanidad del personaje central, del que Oastes
no escatima detalles y que, además, le da voz, para permitirnos leer como si
fuera un verdadero intento de avance cada una de sus crueles intervenciones, a
veces no aptas para lectores con estómagos delicados. Este personaje es
conflictivo, siniestro, egoísta, vanidoso, sádico, esclavista en contra de su
educación, y padece una suerte de efecto rebote sobre el síndrome del impostor:
pretende ser reconocido por sus méritos, por encima de todo, debido a unos
profundos traumas y complejos que apenas quedan apuntados en las primeras
páginas del libro. Además, padece una obsesión por la carne y la mente de las
mujeres que le convierten en un sociópata y hasta en un asesino. Pero está convencido
de que la mujer es una especie de animal doméstico a la par que salvaje, o al
menos las mujeres que a él le rodean. Hasta que una de ellas, una irlandesa
albina, sordomuda, le lleva a hacer temblar esos principios, en los que no
existe nada parecido a una moral, que pretende imponer por encima de las dudas
que la presencia humana pueda generar.
Nos
resulta más sencillo comprender a un exorcista que a este personaje, convencido
de que la demencia habita en los defectos físicos, y es, por tanto, operable. Oates
elige al hijo del médico como editor de la historia, y es responsable tanto de
la introducción como del epílogo. En realidad, este hijo tendrá una parte activa
que le generará la necesidad de armar el libro. Podríamos hablar de recurso
para el relato, que en su mayor parte lo configura la crónica del médico, pero dada
la relación que el hijo tendrá con algún otro personaje, se nos antoja que los
vínculos son mucho más estrechos. Son pocas las ocasiones en que se interrumpe
la voz del médico para facilitarnos un poco la mirada exterior, hasta que al
final será el relato de la mujer albina el que nos explique que no solo el
lector es consciente de la crueldad y la locura. Debemos advertir que apenas
hay respiro en la novela, que funciona como una pesadilla y que, al igual que
tantas magnéticas pesadillas, seremos incapaces de abandonar una vez comenzada
la lectura.
Fuente: Zenda
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