lunes, 29 de julio de 2024

MAR EN CALMA Y FELIZ VIAJE

 

Mar en calma y feliz viaje

Bette Howland

Traducción de Esther Cruz

Tránsito

Madrid, 2024

435 páginas

 

 


El verdadero protagonista de esta recopilación de piezas breves es Chicago. Y más en concreto el Chicago de los años setenta. Bette Howland (Chicago, 1937 – 2017) no crea tramas ni argumentos: crea a la mismísima ciudad. Leer los relatos y las dos novelas cortas que configuran este volumen nos lleva a pensar que la imaginación consiste en saber observar. Howland es alguien para quien recabar información a través de los sentidos, sobre todo de la vista y el oído, debe ser una forma activa de estar en el mundo. No se trata tanto de registrar como de cuestionar lo registrado. Nos lleva a las plazas públicas y a los rincones privados, a las comunidades y a las familias, a los hospitales y a las calles, a las bibliotecas y a las bodas, remitiéndonos a la pregunta constante de qué se supone que es participar del mundo. No es casualidad que se la compare con Lucia Berlin, con quien comparte generación y agudeza, aunque Howland se permite más libertades formales que Berlin, deja, por momentos, que las palabras corran con más energía, con una libertad de movimientos artísticos mayor que las de su contemporánea.

Bette Howland mantuvo una relación en vida con Saul Bellow que tal vez fuera la razón que la llevó a tragarse un tubo de somníferos y de allí directa a un centro psiquiátrico. Pasó un año en ese hospital, que dio pie al potente libro El pabellón 3, también publicado en España por la editorial Tránsito. La religión judía, y la comunidad judía, está muy presente en esta obra, por ser la que conoció en vida, la que practicaban sus padres. Esta presencia, como todo lo demás que aparece, es crítica: como si cualquier hecho, cualquier sensación, estuviera a punto de superar a los personajes, a las personas, amenazando con mortificar o anunciando buenos tiempos. En realidad, nos está siempre llevando al límite emocional, porque la ciudad que ella recrea, de la que es testigo, está demasiado viva. Para ello es necesario recortar la ciudad, mostrándonos uno de sus límites: no estamos ante la gran pobreza ni ante las clases acomodadas, nos encontramos con los colectivos que forman parte de los perdedores, de los humillados y ofendidos, que buscan el mejor método para salir del filo en el que se mueven sin dejar de ser ellos mismos. Hay compasión por parte de Howland, pero también hay indicaciones acerca de la parte de nosotros mismos que debemos cuestionarnos. Un buen territorio de esa región entra dentro del ámbito de la familia. Cabe señalar que estas familias sobreviven con el síndrome de Ulises, el de los inmigrantes, el de los desplazados, con su estrés reactivo y con el intento de controlar el estrés que genera; con la dificultad de cerrar un duelo por una pérdida que no se puede considerar absoluta, porque la pérdida no implica la desaparición, sino que la impone la distancia.

La ciudad tan viva a la que nos lleva Howland implica cuestionarse, inevitablemente, la identidad. Pero Howland tiene claro que existe una identidad de grupo, ese en el que se encuentran quienes acuden en invierno a las bibliotecas públicas para pasar el día dentro de un edificio caliente. Howland sabe que no es necesario entregarse a lo desconocido para ir aprendiendo, para ir descubriendo, que basta con prestar atención al entorno y a quienes pueblan ese entorno. Ahí estarán las penas y alegrías, las vanidades y humillaciones, la cortesía y el descaro, los afectos y rechazos, todo lo que conforma, en definitiva, el material sobre el que construir una narración que nos importe.

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