viernes, 27 de noviembre de 2020

UN PEQUEÑO DEMONIO

 

Un pequeño demonio

Fiódor Sologub

Traducción de Manuel Abella

Mármara

Madrid, 2020

481 páginas

 


Pueblo chico, infierno grande. El refrán popular hace referencia a una serie de miserias que se practican, o se viven en la práctica, en las aldeas: la intromisión en la existencia de los demás, el hábito de mascullar maldiciones contra los otros, la manía de ponerse verdes, la fea idea de considerar que hay enemigos siempre al acecho y ser uno mismo enemigo, el cotilleo, el marcaje, la mala saña colgada contra el vecino porque en algún lugar hay que colgarla. Esta vida de provincias aparece retratada en Un pequeño demonio, explicándonos que se trata de una forma de vivir por inercia y sin encanto: “A los hombres no nos hace falta la belleza”, le dice el protagonista a otro personaje, “en cambio a usted, continuó dirigiéndose a Marta, las pecas no le sientan bien. Nadie se querrá casar con usted. Debería lavarse el rostro con salmuera de pepinillos”.

Escrita con la estrategia del folletín, la novela surge de un personaje lleno de complejos, que se está envalentonando a sí mismo constantemente, dándose el protagonismo que, a fin de cuentas, todos creemos tener, pues todos somos el centro de nuestro propio mundo. Pero este personaje se toma tan en serio sus pequeñas aspiraciones -un ascenso, el matrimonio-, que se convierte en una caricatura. Resulta muy sencillo, y muy frecuente, que se salga de quicio y se olvide, como en la muestra anterior, hasta de la cortesía más elemental. No cesa de ver en cada mujer a una pretendiente, y a la figura femenina como una fuente de una maldad provinciana. Pero el amor no existe, no tiene cabida en sus aspiraciones, porque para él sólo existe la apariencia. No es extraño que hacia la mitad de la novela comience a aparecer la sabandija que da título a la obra, un ser que se presenta en los momentos de duda, que son la gran maldición que sufre quien no tiene la autoestima bien cimentada, alguien para quien la codicia se impone con un atributo cutre, vulgar, ramplón.

El matrimonio aparecerá idealizado hasta el sarcasmo entre unos personajes que comienzan por regirse como arquetipos: tienen mucho de construcción social. De hecho, obedeciendo a la literatura propia del siglo XIX, pues está escrita a caballo entre éste y el siguiente, las descripciones físicas nos hablan ya de la calidad moral de cada uno de ellos, son algo más que el rostro, son la versión del carácter. Aunque la trama se va desarrollando como si se tratara de una comedia de enredo, estamos frente a algo mucho más grave, mucho más contundente. Fiódor Sologub (San Petersburgo, 1863 – 1927) no se quedará en el costumbrismo, sin renunciar a darle ese aspecto a la obra, pues nos habla del deseo de ser la salvación de uno mismo y que ese ser que creamos, esa ficción, sea, a su vez, el salvador, el ancla y el faro, de los demás. El protagonista está deseando deslumbrar y se convertirá en un objeto de burla por sus propios méritos: “No tengo por qué ponerme a leer libros prohibidos. Yo no leo nunca. Yo soy un patriota”.

“Según sucede a menudo -especialmente en nuestra época-, el destino de la belleza es ser pisoteada y vilipendiada”, comenta el narrador omnisciente, trasunto del propio Sologub, en una de las muchas observaciones que denuncian la realidad que en buena medida nos toca vivir. Porque el punto fuerte de esta novela, que se apunta muchos puntos fuertes, es transmitir la capacidad de observación social y psicológica del autor. De ahí que se convierta, necesariamente, en un clásico.

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