jueves, 31 de agosto de 2017

ANUNCIO UNA CASA DONDE YA NO QUIERO VIVIR

Anuncio una casa donde ya no quiero vivir
Bohumil Hrabal
Traducción de Clara Janés y Jana Stancel
El Aleph
Barcelona, 2006
126 páginas
14,50 euros

Soñar con la contravida



Para descubrir que Bohumil Hrabal es “un escritor soberbio”, como reza la frase de Julian Barnes con que se pretende publicitar este libro, basta con haber leído Yo, que he servido al rey de Inglaterra, y, sobre todo, esa obra maestra que se titula Trenes rigurosamente vigilados, una de las mejores novelas breves de la historia, y posiblemente la más hermosa, que El Aleph recupera al tiempo que reedita este Anuncio una casa…, un conjunto de relatos dormidos en la trastienda de su catálogo desde hace casi veinte años. Resulta casi conmovedor volver a leer ambos textos a un tiempo, reconociendo así las señas de identidad de su autor, un hombre marcado por la Segunda Guerra Mundial, y por las consecuencias que esta tuvo en una posguerra gris, apelmazada por el oscurantismo al que estuvo sometida Checoslovaquia. De ahí que la belleza triste, amorosa e ingenua al tiempo que rebelde que se esconde en Trenes rigurosamente vigilados, donde la voz de un joven descubre y trata con el enemigo bélico en un mundo de adultos falsificados, se transforme en un inconformismo barroco, onírico, que destila olor a óxido y aguas sucias en este conjunto de relatos que parecen ambientados en las décadas de los cincuenta y sesenta, y que terminará siendo, por otra parte, algo muy diferente a un libro de cuentos. Pero para descubrirlo es necesario llegar hasta el final.
Todos los relatos comparten una ironía alejadísima de las ganas de hacer sonreír, una libertad próxima al absurdo inventivo, una inverosimilitud que nos acerca a las consecuencias del Apocalipsis, un mundo resumido en un teatro desnortado, una tristeza desesperada, una claustrofobia directa y rarísima, la misma que puede sentir un hombre encerrado dentro de su propio cráneo, y también contienen la exageración de la locura, algo que el lector se esforzará por desentrañar entre la marea de disparates confiando en que exista la razón de la demencia tras tanta palabra, tras algo que de tan imposible calificaría como magia de no ser porque este concepto encierra algo de hermosura. Al mismo tiempo, cada una de las siete piezas sería un trozo de vida sesgado, sin principio ni fin, rompiendo así los moldes que las academias dictan que deben regir en un cuento, exponiéndonos cosas y sucesos cuyo único nexo entre ellas, aparentemente, es que ocurren una detrás de otra. Subyace en los textos, aunque de manera complejísima para las elucubraciones del lector, un trasfondo político, de protesta, de angustia, unas bocanadas a la búsqueda de aire fresco al remover todos estos restos de lo que un día fue útil para la vida, en un ejercicio de extrañamiento complejísimo: “Y acto seguido se abrieron camino hasta las entrañas del vagón y echaban a la vagoneta vacía una bomba para orín, una aventadora, trozos de las viejas trilladoras, picadoras abrasadas por el autógeno, rastras y sembradoras despedazadas por autógeno, una picadora de trébol, una báscula decimal y piezas de arado”.
Las enunciaciones de esta índole, bien por enumeración, bien por diálogos en cascada, bien por la cadena de sucesos que puede llegar a parecer un flujo de conciencia onírico: “Luego puede uno derrumbarse en la colada ardiente en honor al amor, acero con adición de sí mismo y de tu imagen en mí, imagen que impone un diminuto rostro infantil empañado por una risa tonta, porque una chica judía escupía cuchillas y yo me corté las manos”. En fin, todo esto que sería absurdo de no ser porque uno sabe que existe mucho simbolismo, como por ejemplo en la imagen constante de las mujeres presidiarias, terminará cobrando relevancia en un final que unifica todos los relatos y que no desvelaremos, pero que responde a la pregunta ¿por qué vivir?

Fuente: Culturas/Tribuna

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