La carne y la pared
Álex
Marín Canals
El
Transbordador
Málaga,
2019
147
páginas
En
Rebeca Hitchcock nos descubrió que se
puede contar una historia de fantasmas sin fantasmas. A la hora de la verdad,
bastante tenemos con lo que habita dentro de nuestra piel como para necesitar
de un espectro que nos atemorice. Eso sí, los espectros habitaron,
anteriormente, dentro de otra piel. Y luego se quedan a vivir entre las
paredes, de ahí que los relatos de terror recurran con tanta frecuencia, precisamente,
a las paredes, a lo que se esconde entre las paredes, detrás de las paredes.
Deberían ser los muros que nos protegen del acoso exterior. Pero si en esos
muros encontramos fantasmas, su función como parte del hogar se desmorona. Y
nos quedamos desnudos frente al vértigo de la realidad. Y a la realidad la
estamos poblando de fantasmas, de forma inevitable, pues nuestro cerebro está
programado para la supervivencia y su función más inmediata es la de reconocer
enemigos, una función que todos desarrollamos por igual, hasta que superamos el
listón patológico.
Sobre
el acoso que creamos, pues la creatividad es una función secundaria del cerebro
con cierto peligro para quienes mejor la desarrollan, trata esta novela breve, La carne y la pared. El protagonista, que
no ha podido madurar en algún aspecto, debido a unos traumas infantiles a la
orden del día, debido al bullying, por ejemplo, sabe que su mente se mueve en esa
línea finísima que separa la realidad de la fantasía, la vida comprometida que
puede ser satisfactoria, de los fantasmas. Tiene miedo a la parte que niega de sí
mismo, a su lado escondido a fuerza de voluntad. De hecho, su pasado le lleva a
ser un tanto misántropo pero con mucha vida interior.
A
este sustrato se une el manuscrito encontrado. En este caso, un diario en el
que nuestro protagonista se reconoce, se proyecta, desplaza todos sus temores,
los nuevos y los viejos, que son nuevos si las cicatrices son de pésima
calidad. Asistimos a un proceso de identificación en el que va perdiendo
vigencia el presente para hacer presente como su verdad la historia que va leyendo.
La escritura, la propia y la del diarista, se convierte en una suerte de acto
de venganza, en lugar de una reconciliación. A través de ella uno intenta
torcer lo que no le permitió vivir enderezado hasta ese momento. Pero la escritura
tiene un poder muy limitado y no pasa de ser un sucedáneo de lo que podría
estar sucediendo. Que en este caso es, sobre todo, la soledad. El problema que
de alguna forma denuncia Álex Martín Canals (Barcelona, 1986) es, precisamente,
la falta de apoyo humano. El libro termina siendo un tratado sobre las
consecuencias de carecer de gente con la que hacer terapia, la terapia
profesional, sí, pero también la que contamos a los colegas sentados a la barra
del bar. Se trata de una novela corta con una narración bien trabada y con un
lenguaje que nos permite leerla con facilidad. El resultado, a pesar de la
fragmentación intencionada, es la impresión de haber leído una obra redonda.
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