Theodoros
Mircea
Cărtărescu
Traducción
de Marian Ochoa de Eribe
Impedimenta
Madrid,
2024
644
páginas
Al
final de tu vida puedes acariciar el liquen húmedo de una piedra y pensar que ese
tacto contiene todo lo que ha merecido la pena. Puede que el universo quepa en
un gesto, pero difícilmente en una palabra. Para volver a narrarlo, es preciso
tener la sensación de que uno ha de inventarse todo, crear desde cero, con los
instrumentos de la narración, que son todas las palabras y todas sus posibles
combinaciones. No bastan siete días para dar forma a toda la Creación y uno se
pregunta si será suficiente con el relato de una vida que ha contenido casi
todos los gestos. Theodoros nos habla de la vida de acción de alguien
que ha conocido todos los pecados, y participado de muchos de ellos, de alguien
que forma parte de la tribu de los seres malditos, aunque la maldición pueda
parecer, por momentos, una gracia del Destino.
Mircea
Cărtărescu (Bucarest, 1956) elige comenzar la novela en la misma época en que
tenían lugar las grandes exploraciones del siglo XIX, cuando no estábamos
inventando el mundo, pero sí creándolo para nosotros, los europeos, a través de
los extraños relatos de viajeros. El mundo cambiaba porque la expansión de lo
conocido nos hablaba de cuánto desconocemos, de las infinitas posibilidades de
vida que jamás se nos habían ocurrido antes. Y así nacen muchos espíritus
fetichistas. La vacuna contra ese fetichismo será la religión, aquella que ya está
asentada, la que viene regida por una iglesia que ha lo largo de siglos ha ido
imponiendo unas leyes que nada tienen que ver con la ampliación del mundo. Este
conflicto es parte del estilo que recorre la novela, y da lugar al juego del
destino, que ya ha sido escrito, y a la impresión de crepúsculo que lo empaña.
Lo
que se impone, lo primero que debería ser reseñado, sin embargo, es la voz del
narrador que elige Cărtărescu. El cuento largo, larguísimo, que es la vida de
nuestro personaje lo vemos desde el punto de vista de alguien que se lo está relatando
a él mismo. A medida que avanzamos en la lectura nos vamos dando cuenta de que
esa voz, que habla en segunda persona del singular, lo hace porque de alguna
manera está fiscalizando al protagonista. Pero no únicamente a él, sino también
a todos los trozos de planeta por los que ha ido circulando, y que trazan un
mapa del universo conocido y que se está abriendo: Constantinopla, Jerusalén,
Saba, es decir, Etiopía, Grecia, el Danubio, el Nilo… El conocimiento y la
afectación de los sucesos que suceden intentan abarcar la creación de todo un
nuevo mundo. La novela es, en buena medida, descubrimiento, el que hacemos a
través de la mirada de un narrador que, iremos dándonos cuenta a medida que Cărtărescu
introduce pistas, tiene motivos para ser omnisciente, pues ha sido testigo de
todo desde una posición privilegiada. A pesar de lo cual, su descripción de un
mundo entero es caótica, exhaustiva, sí, pero caótica, como si las piezas del
puzle que intenta montar no pudieran encajar, porque, a la hora de la verdad,
cada una procede de una caja diferente. Recorremos el planeta sin croquis, sin
cartografía, como debe ser cuando uno se lo va inventando y, como sucede en
buena parte de la obra de Cărtărescu, obedeciendo a las mismas leyes que obedecen
los sueños y la magia: «Pues rara vez son las cosas de este mundo como las ven
nuestros ojos de carne, que se dejan engañar con mucha facilidad», sostiene uno
de los personajes en uno de los escasos momentos en que el narrador les permite
usar su propia voz. Aunque en alguna ocasión lo hace con nuestro protagonista,
a través de las cartas que dirige a su madre, en una de las cuales podemos
leer: «Pienso incluso a veces que también estos son un invento de mi mente
febril, pues ya no sé qué existe y qué no existe».
Este
personaje, Theodoros, necesita que alguien le vaya explicando quién es, qué es
lo que le ha construido. Y de eso se encarga nuestro narrador en una suerte de contrapsicoanálisis:
yo te cuento tu historia, que tiene la estructura de un itinerario, a ver si
así te entiendes. Y esta historia va conteniendo crueldad y lo oscuro, el
horror y los placeres, con una densidad tal que sin un estilo intencionadamente
barroco, lo barroco con su gran imaginación se imponen. No podía ser de otra
manera, porque conviene un espíritu impetuoso a una existencia tan sufrida y
gozada, de manera que Cărtărescu nos lleva a galope por ella con facilidad, con
sus conocimientos enciclopédicos puestos en función de una llamada seria de
atención al lector, que sabe que hay que contar una vida, con todo su contenido
y a toda pastilla, porque esa vida se apaga. Y que nosotros, por el efecto hipnótico
que siempre contienen las obras de Cărtărescu, no podemos evitar la tentación
de seguir y seguir conociéndola.
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