lunes, 13 de mayo de 2024

ASÍ ES EL JUEGO

 

Así es el juego

Esmeralda Berbel

Comba

Barcelona, 2024

330 páginas

 

 


Cuando es preciso, Esmeralda Berbel (Badalona, 1961) demuestra una solvencia estilística admirable: «No puedo ahora desenterrarme y decirte como hija cuánta flor hay en mi costado, cuánta agua maloliente, cuánto río lleno de sangre; cómo me he vuelto reina de las sábanas de hilo caro, cómo hemos desflorado las flores vivas de nuestros almohadones. Oír la cal trashumando mi piel fría convertida en oro». Pero su primera preocupación, al menos la que se desprende de la lectura de este volumen en el que se recogen sus cuentos, es la definición de personajes a través de la sensibilidad. A estos personajes, que son los que la preocupan, su fuente de inspiración, el sustrato sobre el que dejar caer la curiosidad, les da voz, los convierte en narradores. Espíritus sensibles, asistimos a cómo van construyendo lo que sienten a partir de un episodio significativo de su existencia, de un momento clave, de la etapa más significativa. Berbel no entrega el cuadro completo, como no podía ser menos cuando nos coloca en los sentidos de narradores que atienden a su parcela de realidad, con lo que empuja al lector a convertirse en cómplice de casi todo: debemos completar el cuadro mientras nos estamos identificando con el que vive la historia. Parece fácil y, de hecho, Berbel nos relata esos instantes con sencillez, pero cuando alguien trabaja mucho y tiene mucho talento para el trabajo, lo que hace es simplificar, no complicar las cosas. Y mucho menos en términos de comunicación.

Estamos frente a unos relatos en los que se atiende a la belleza de lo pequeño, sin que esto sea una categoría evaluable: lo bello es que las mariposas sean pequeñas y los océanos grandes. Esa categoría entra, sobre todo, en el fenómeno del tiempo antes que en el del tamaño: leeremos un fragmento de vida, en un sitio y un momento concreto, en el que el protagonista debe aprender algo nuevo. Eso supone plantearse qué es lo que debe aprender, generalmente vital, y cómo saldrá de ese momento bisagra. Berbel no tiende a ofrecernos el resultado, pero sí a indicar que hay salida y que ella, creadora de estos personajes por los que siente debilidad, espera que al otro lado aguarde la calma. Ese es, posiblemente, el mensaje más concluyente que nos llega desde estos relatos. Como es de prever, por norma general suponen encuentros e interrogantes, y fallas de comunicación, en las que por momentos da la sensación de que los personajes hablan más para sí que para la gente con la que comparten secuencia. Esto da un efecto de intensidad a las relaciones humanas, muchas de las cuales se asemejarán a las que conocemos de primera mano.

Somos vacío y lo que importa es ser conscientes de qué nos llenamos. El destino puede escoger lo concreto por nosotros, pero nuestra sensibilidad, y aquí hay mucha, elige la calidad con que combinemos esas cosas concretas: aquí cabe enamorarse, por ejemplo, porque el enamoramiento es parte de la elección de una vida poética, de una mirada que tiende a la sugerencia en lugar de a la certeza, de una conciencia de lo que nos falta y no de la estupidez de la abundancia. Esta es la esencia de este volumen que recoge dos libros de relatos, Así es el juego y El hombre que pagaba noches enteras, el segundo de ellos publicado originalmente hace más de veinte años y ya casi inencontrable. Y en esta esencia, repetimos está la sensibilidad por encima de cualquier otro valor literario: la mirada, sí, y la palabra, pero también los olores y, sobre todo, la piel.


Fuente: Zenda

martes, 7 de mayo de 2024

ELIZA

 

Eliza

Myriam Ybot

Itineraria

Las Palmas, 2024

258 páginas

 



Todo soñador se ha quedado corto. La historia es esencialmente transgresión, o al menos así desearíamos que fuera. De ahí nuestra debilidad por Richard Burton (el viajero, no el actor), David Livingstone, Francis Younghusband, el Duque de los Abruzos, Amundsen y Nansen, Mungo Park, George Mallory, Shackleton y toda esa enorme lista de exploradores que encabezan una más enorme, la de los que los acompañaron, en una época, principios del siglo XX, en que el planeta estaba todavía virgen para los occidentales. Pero transgredir no quiere decir protagonizar una travesía por el Himalaya con un calzado de suela de esparto, o internarse en las selvas de África armado con un cuchillo de untar mantequilla. Uno transgrede cuando el viaje es interior, cuando el viaje le transforma. No hace falta mucha hormona, pero sí mucha sensibilidad para caminar e ir aprendiendo.

Eso es lo que le ocurre a Eliza Drake, la protagonista de esta novela, una mujer británica que el 1910 se embarca sola rumbo a las islas Canarias. Ahí está la soledad como sinónimo de aventura, en lugar del riesgo, y el contraste con todos los grandes expedicionarios que estaban cartografiando el mundo, para definir que no es necesario ser excesivamente bravo a la hora de sentirse protagonista de la propia vida. A nuestra disposición está todo lo que pueden registrar los sentidos, que son miles de millones de matices. En buena medida, esta obra de Myriam Ybot (Madrid, 1965) es un homenaje a una época, aquella en la que a uno le era todavía posible reinventarse por el sencillo hecho de alejarse de sus raíces. Pero también es un homenaje a un lugar, a unas islas de las que es posible enamorarse, y más sencillo, más puro, resultaba en una época en la que las noticias del exterior nos llegaban de guindas a brevas.

Yobt compone un texto amable que tiene lugar entre Tenerife y Lanzarote. La obra se lee con facilidad, y en el momento en que vamos descubriendo que tal vez se centra en un estrato social con el que sentimos una afinidad muy limitada, la alta burguesía, nos descubre que esta gente no está sola: «el pueblo canario, del que forman parte los sirvientes, los agricultores y pescadores, los tenderos y los trabajadores de la exportación, parece muy diferente. Hay quien los tilda de desfachatados, irrespetuosos o arrogantes, pero yo prefiero considerarlos orgullosos y libres», dicta en una de las cartas que encabezan cada capítulo. Será esta relación, el impulso a conocerles, además de a conocer los paisajes, lo que haga avanzar en la lectura con mayor interés que cuando los encuentros son entre gente de otra cuna. Los homenajes que mejor valoramos serán siempre estos, en los que la mirada más afectuosa se deposita en los que tuvieron peor suerte que uno mismo.

ESTA ES TU CASA, FIDEL

 

Esta es tu casa, Fidel

Carlos D. Lechuga

De Conatus

Madrid, 2024

137 páginas


 


La memoria debería ser algo tan sagrado y cuidado como un valle de cerezos. Pero la condición humana nos lleva a la melancolía, no sólo por impulsos que se gestan en nuestro interior, sino también obligados por las consecuencias de los actos de los demás. Esta condición humana llega a extremos que no deberíamos haber conocido, como cuando se trata de las decisiones de un líder que afectan obligadamente a todos los que le rodean. No cabe entrar a valorar grados de culpa ni efectos rebote, ni siquiera entrar a matizar los aspectos de la presión de los más alejados, porque alguien intentó que se viviera bajo la presión de una leyenda, y eso afecta al relato. Al final, cuando Carlos D. Lechuga (La Habana, 1983) entra a hablarnos de su pasado, nos encontramos con las miserias que hemos conocido a través de tantas voces. Será esa dualidad que navega entre la desmitificación, que supone a veces enfrentarse a demasiada suciedad, y el apego al pasado, que es nuestra propia leyenda, la del valle de los cerezos, lo que dé a este libro de memorias y tono magnético. Uno quiso ser niño y se encuentra con que se vio obligado a ser otro niño cuyas características no respondían exactamente a las que se supone debe tener la infancia. Y así sucederá también con la juventud y hasta con la vida laboral, que en este caso es la de alguien dedicado a la dirección cinematográfica.

No saber si se fue feliz nos habla de una construcción de la personalidad en desarrollo. Para definirse, Lechuga ha puesto tiempo y tierra de por medio, y se entrega a una escritura en párrafos cortos, porque los recuerdos no vienen concatenándose como en una novela decimonónica. Lechuga es sincero, muy sincero, porque nos va sugiriendo que lo que uno puede de verdad conocer es lo más próximo. Y que a esa distancia, a la que llega nuestra aura, pueden encontrarse las razones que justifican toda una vida y nos indican que estamos eludiendo cualquier interpretación maniquea, pues lo que tenemos delante es un testimonio. No sabe bien si el niño que está creciendo en el hogar es el mismo que el que está creciendo en la calle. De esta etapa de relato de crecimiento saldrá, eso sí, alguien preocupado por el cine y por la justicia.

Pero el asunto que más presencia va adquiriendo a medida que se avanza en la lectura es un miedo bastante físico: «En el totalitarismo, todo el mundo tiene mucho miedo, porque como en una mafia controlada, todo el mundo se siente en deuda y todo el mundo está embarrado». Uno se ve obligado a cuestionarse hasta su propio espíritu crítico. Hay una maldición entre los espíritus creativos, que se ven empujados a cierta clandestinidad para no ponerse en peligro, lo cual lleva a un tráfico ilegal de libros y películas, y también de remedios de santería, como los que practicaba su abuela, casada con un embajador del régimen cubano. Para poder existir, muchas cosas no deben apartarse de las sombras, como la homosexualidad, que también atraviesa las páginas que ocupan estas memorias. Por aquí transita Gabriel García Márquez, el espíritu de un vecindario, una madre epiléptica y el aplomo de la censura. Aquí está muy presente la disfunción entre vida pública y vida privada, que es una congestión propia de quien vive atrapado: «Fidel había logrado lo que más quería: separar a la familia cubana», afirma, para añadir, unas páginas más adelante, la expresión que mejor define este libro testimonial: «Tu deseo no le importaba a nadie. No eras la prioridad». Luego vino el enfrentamiento con la administración, a cuenta de una película que se sostenía sobre una relación diferente, y la muerte de Fidel, que tuvo cierto efecto de cafetera en ebullición. Sobre este país y estos años, no dejamos de leer testimonios, y todos parecen conservar el valor más importante, que es el contenido de la humanidad o, lo que es lo mismo, el deseo de pasear por un valle de cerezos.


Fuente: Zenda

jueves, 2 de mayo de 2024

JARROA

 

Jarroa

Andrea Fernández Plata

Caballo de Troya

Barcelona, 2024

150 páginas

 



La memoria es el lugar más bonito del mundo. Allí no hay edificios corroídos, porque hasta la herrumbre de los hierros es un estampado en cualquier forja. Cualquier sonido es música, y, además, el tipo de música que uno siempre ha deseado escuchar, la que le tranquiliza, la que supone armonía. Los colores son puros y hasta aquel desplante que tanto te enervó en su día, hoy es un motivo más para sonreír y pensar que gracias a ese acicate aprendiste un poco más lo que supone vivir tranquilo. Y luego está el lugar de la infancia, con toda su magia, donde uno proyecta lo más especial de su memoria, ese lugar que da pie a crear un nuevo Macondo, por ejemplo. Que es lo que sucede en esta novela, Jarroa, donde Andrea Fernández Plata (A Illa de Arousa, 1985) confía casi todo a la creación de un lugar mágico, de un misticismo tan personal que uno no puede sino confiar en que de allí solo se destilarán, a la larga, cosas buenas, de esas que sobreviven en la memoria: «Una isla es un agujero en el tiempo. Aquí, las horas en los relojes que lleva la gente no sirven de nada. El miedo también es un agujero negro. Cuando te acercas lo suficiente, te caes con todo lo que llevas puesto».

Este lugar funciona, en buena medida, como un sueño: es un sitio donde pasean a sus anchas los miedos y los deseos. Es antiguo y es misterioso, pero posee un fondo musical acogedor. De hecho, es el oído de la autora el que va recreando la atmósfera, que se impone también gracias a que nos encontramos en una isla. Es una isla real, en el mar, y también en la imaginación, que inca sus raíces en la memoria. Una vez aislados, allí donde nos encontremos tendremos que regirnos por las reglas que va construyendo el lugar, que son autónomas y generan su propia coherencia, como en cualquier locura. Estamos en otro lugar, en otro tiempo, en una isla endogámica, donde la familia cobra un peso específico superior al que posee en las urbes. Estaremos rodeados de fantasmas, que es casi tanto como decir de nostalgia. En esta nueva visita al lugar de la narradora, se nos irá presentando el sitio como estampas que configuran una composición que se asemeja bastante a los sueños, sí, pero también a la realidad: conocemos parcialmente y luego debemos apreciar qué emoción se impone. Ni en los sueños ni en la realidad hay trama. Eso es lo que hace que esta obra sea interesante, y nos lleve a darnos cuenta de que a veces para crear una novela basta crear un ambiente, si este es tan potente, si en él reconocemos memoria, imaginación.

miércoles, 1 de mayo de 2024

EL REENCUENTRO DE LOS COMPAÑEROS DE ARMAS

 

El reencuentro de los compañeros de armas

Mo Yan

Traducción de Blas Piñero Martínez

Kailas

Madrid, 2024

266 páginas


 


Ser niño significa sentir el impulso de trepar a los árboles. Como Cosimo, el protagonista de El barón rampante, que decide quedarse a vivir en los árboles como Peter Pan decidió no salir jamás de la infancia. No es casualidad que Mo Yan (Gaomi, China, 1955) elija este enclave, además junto a un río, para que tenga lugar el encuentro y la conversación entre dos compañeros, dos personas que fueron amigos en la infancia e inseparables durante los años que pasaron vestidos de uniforme militar. Aunque habría que decir que no se trata exactamente de un encuentro entre ellos, sino entre uno de ellos y el fantasma del otro. Pero los fantasmas son tan reales, al menos en esta obra y en buena parte de la literatura de Mo Yan, como las personas de carne y hueso. Al igual que las sensaciones en los sueños son de la misma intensidad que las de la vigilia, las presencias de los muertos suponen la misma entrega de amor que la que prodigamos a los vivos. Para darle mayor emoción a la situación que se crea, Mo Yan la sitúa junto a un río, ese escenario donde los niños van a pescar, como hacía Huckleberry Finn, por ejemplo.

Pero no es esa inocencia la que se irá imponiendo, aunque sí es el sustrato. A lo que vamos a atender es a un torrente de sucesos que nos viene dado por un torrente de palabras, que nos desbordan, en la que se nos va relatando la vida de estos dos personajes a través de la voz de uno de ellos, el vivo. Estas vidas tienen la característica principal de haber sucedido con los pies en el aire. Da la sensación de que la pregunta latente a lo largo de la lectura es si vivimos en vano. Tal vez ese sea el tema sobre el que orbita esta ficción, en la que los sentidos son algo más que condimento, son la fuente de conocimiento principal, y los fantasmas, que es tanto como decir la inevitable memoria, nos lleva a pensar en la imposibilidad de resolver el oxímoron de Gogol: no pueden existir las almas muertas. Las almas, por definición, son nuestra parte inmortal, y esa es la parte que inquieta a nuestro autor. Es en el alma donde uno sufre la presión de la disciplina, el absurdo de la rutina militar, el absurdo de la sociedad dividida por estratos o el absurdo de las imposiciones cotidianas, a las que con frecuencia llamamos tradición. Nuestros dos soldados fueron más bien indisciplinados, al igual que fueron niños que jugaban junto al río, lo cual nos lleva a concluir que una de las intenciones de Mo Yan es la de hablarnos de la necesidad de cultivar un sentido de libertad que, a la fuerza, sucede contracorriente.

Esta libertad que reclama también ocurre dentro de su cabeza. Mo Yan es un autor que se permite a sí mismo cualquier licencia creativa. De ahí que asistamos a una cadena de ocurrencias que parecen no seguir ninguna estructura, como si fuera un relato surrealista, pero que sin duda sí tiene un propósito: la libertad frente a la disciplina, dudar si vivimos en vano. «Me veía limitado en el movimiento de mi propio cuerpo y mis extremidades, pero mi capacidad de pensar era extremadamente libre y me sentía más despierto e inteligente que nunca», asegura en algún momento nuestro narrador. En realidad, no deja de sospechar que debe haber alguna deuda que saldar y de ahí que haya podido encontrarse con el fantasma, junto al que revisa su pasado como haría tumbado en un diván vienés. Como suele ocurrir tras la lectura de cada obra de Mo Yan uno sale de esta novela preguntándose de qué calidad es la sustancia de eso que llamamos realidad. Por algo se mereció el Premio Nobel.


Fuente: Zenda

lunes, 29 de abril de 2024

NOSOTROS MATAMOS A STELLA

 

Nosotros matamos a Stella

Marlen Haushofer

Traducción de Rosa Marta Gómez Pato

Contraseña

Zaragoza, 2024

103 páginas

 



En lugar de a Moisés guiándonos mientras Dios divide el mar, de camino a la Tierra Prometida, tenemos la culpa, que es todo lo contrario: el agua se nos viene encima, nos ahoga y, además, está envenenada. La narradora de esta novela corta, Nosotros matamos a Stella, está atormentada por la culpa, y ese tormento lo proyecta en todo, hasta en un marido infiel que la engaña con la muchacha que han acogido en su casa: «Siempre que Richard intenta engañarme, me sobreviene un sentimiento de vergüenza incomprensible, aunque no sea yo la que tiene que avergonzarse. Pero es precisamente su falta de pudor lo que me deja muda de vergüenza». Hemos dicho engaña, pero tal vez no sea el verbo exacto, dado que no hay lugar a confusión. Donde sí es todo confuso es dentro de la cabeza de la narradora, Anna, una mujer que responde a los perfiles que creaba Marlen Haushofer (Frauenstein, 1920 – Viena, 1970), personajes para quienes todo supone un exagerado esfuerzo a la hora de vivir.

Haushofer nos ubica dentro de esta mujer, y también dentro de una familia burguesa austriaca, con un padre abogado y dos niños estupendos, y también nos ubica dentro de lo que se supone que es un hogar. En realidad, estamos tan dentro —de la cabeza y encerrados en las paredes—, que volvemos a sufrir la sensación de claustrofobia, esa que Haushofer ya explorara de manera sorprendente en su novela más conocida, El muro. Teniendo todos los mimbres para ser felices, hay una extraña elección hacia la infelicidad: desde la posición de un lector sumergido en el desamparo que se va confesando, da la sensación de que si no tiene las herramientas para salir de ahí, es porque no mira en la dirección correcta: bastaría con girar la cabeza, con asomarse a la ventana. Bastaría, incluso, con abrir esa ventana. De hecho, la presencia de Stella termina por enfangar más su desconsuelo, enfrentada a la inocencia que, damos por supuesto, ella tuvo en alguna ocasión, antes del matrimonio. ¿Por qué no abandonarlo? Desde el principio, destaca la inseguridad entre los caracteres de la mujer: «Sospechamos que luchamos por una causa perdida y emprendemos pequeños y desesperados intentos de rebelión. Cuando fracasa el primer intento, lo que, por lo general, suele ocurrir, nos rendimos hasta el siguiente, que ya será más débil y que nos volverá todavía más miserables y derrotados». Será esta inseguridad el sustrato sobre el que se geste ese extraño pesimismo, ese absurdo que obedece, sobre todo, a la emoción que mueve al mundo, que es el miedo. Podemos ver, fácilmente, los estragos de esta cobardía cotidiana, burguesa, que terminarán con un accidente que se asemeja bastante a un suicidio.

Mientras asistimos al decadente espectáculo que alguien que parece autofagocitarse, como si creyera que el destino la ha criado para ello y no se mereciera otra cosa, vamos apuntando las peculiaridades que desprende de este relato, y que atienden a lo que menos desearíamos vivir: hay un claro fracaso existencial, un desasosiego que deforma, una rutina que se nos antoja la verdadera cárcel, y está presente el mutismo, la incomunicación, la imposibilidad de hacerse entender o lo que sea que nos ha hecho renunciar a hacernos entender. No están definidos los trastornos, pero nos hallamos, claramente, ante una gente que padece mutilaciones sentimentales, fallos en el motor de las emociones que nos llevan a reducirnos a una dualidad pueril, la del blanco o negro: «La vida con Richard me ha corrompido y convertido en algo irrecuperable. Sería absurdo comenzar algo nuevo desde que sé que hay asesinos bondadosos». Lo que no deberíamos hacer, que es lo que hace nuestra protagonista, es quedarnos quietos. Y, sin embargo, cuántas veces nos congela la culpa, la cobardía. De eso trata esta novela que huye de algo tan poco natural como es la calma.


Fuente: Zenda

sábado, 27 de abril de 2024

LA MUJER QUE CONDUCÍA DORMIDA

 

La mujer que conducía dormida

Guy Lieschziner

Traducción de Marc Figueras

Shackleton Books

Barcelona, 2024

344 páginas



 

La vida vuelve a empezar cada día, cuando nos despertamos para incorporarnos a lo que llamamos realidad. ¿Por qué no consideramos reales los sueños? Las sensaciones son igual de intensas que durante la vigilia y, casi seguro, las fantasías soñadas se construyen sobre el mismo humus que los razonamientos. Pero no son los sueños lo que conjure el neurólogo Guy Lieschziner, sino el hecho de soñar, de arrojarse al sueño, con todas las trampas que eso puede suponer. Hemos utilizado la palabra trampas un tanto a la ligera, pues los trastornos del sueño que él va estudiando, que le surgen en consulta, son, en muchos casos, algo más grave, más incómodo, más problemático, más invivible, que una trampa, que es algo utilizado en la caza, una estrategia de la que nos podemos librar. La mujer que conducía desnuda, o la que padecía una extraña forma de epilepsia, o el hombre que buscaba relaciones sexuales sin despertarse, o los que no controlan su cuerpo, no están condenados a una trampa, sino a una enfermedad. Y para salir de ahí hace falta mucha ayuda.

El libro que nos habla de estos casos es, digámoslo sin miramientos, brillante. No es exactamente un libro de crónicas con los casos, ni un tratado neurológico, pero sí es un libro que funciona como un delicioso entretenimiento, como una enciclopedia divulgativa y, lo que es más interesante, como un acicate a nuestra curiosidad. La comparación con Oliver Sacks es inevitable, y los editores no dudan en colocarla como estímulo para invitar a la lectura. Pero las diferencias con el autor de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero son notables; aunque comulga con la idea de que el cerebro es todo un misterio en el que apenas hemos comenzado a arañar la superficie, el interés por una ciencia en desarrollo, con todas las connotaciones médicas que ello implica, está aquí más presente, o al menos presente de una manera más explícita. Lieschziner nos ayuda a entender el funcionamiento bioquímico y orgánico mientras nos expone los casos que ha estado tratando. Comparados con muchos de los que fue encontrando Oliver Sacks en su vida profesional, no son tan extraordinarios, sino que parecen referirse más a lo que podríamos encontrarnos; de esta manera, este libro podría ser menos llamativo que los de Sacks, pero, sin duda, nos afectará más, porque se refiere más a nosotros. Será raro que el lector no reconozca algún patrón posible en lo que va contando, algo que puede estar cerca de él, o incluso bajo la propia piel.

Estamos frente a una obra divulgativa que acierta en la medida en que nos ayuda a comprender, y a intentar seguir comprendiendo, pues no hay capítulos cerrados en estos misterios. Lieschziner nos habla con tono cordial y no cesa de conquistarnos en cada párrafo. Ojalá lleguen pronto más lecturas con este espíritu.

jueves, 25 de abril de 2024

OCHO ENTREVISTAS INVENTADAS

 

Ocho entrevistas inventadas

Enrique Vila-Matas

Hurtado y Ortega

Barcelona, 2024

107 páginas

 

 


Si uno entrevista a un famoso, ¿preparará las preguntas para que las responda el personaje que todos conocemos, o será capaz de inventar algo que nos descubra a la persona que debe esconderse detrás? A un jovencísimo Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) le encargaron traducir una entrevista al mismísimo Marlon Brando y optó por inventar la entrevista, con las respuestas, que a él le gustaría haber hecho. Porque Marlon Brando debería ser uno de los personajes más interesantes que podríamos encontrar: excéntrico, genial, independiente, distinto. La supuesta entrevista, que tiene lugar en 1968, busca sorprendernos por el ingenio del actor, que se centra en el eje de un sentido de la justicia inusitado, el que le supone un cambio vital a la persona que porta esa máscara: si el actor se expresa así de rotundo acerca de los males del mundo, la vida que peligra será la de la persona. A la hora de la verdad, el resultado es una apelación al absurdo, a esas llamadas mentales a no fiarnos de nada, pero creer en la ficción, que en el futuro nos deparará la literatura de Vila-Matas.

Las piezas que componen este pequeño volumen pretenden, por encima de todo, provocar un incremento del interés del lector por el personaje, al que se retrata parcialmente. Será a través de esta visión limitada en la que intervenga la creatividad del Vila-Matas, ahí donde se ponen en marcha los mismos mecanismos que hacen falta para la ficción: un parecer del autor que es el sustrato sobre el que hinca la raíz la creación. Hay que tener en cuenta la capacidad que siempre ha tenido Vila-Matas para hacernos creer que es otro o al menos dudar de quién es el que nos habla. De hecho, como nos recuerda Mario Aznar en el prólogo, estamos frente a un escritor que encontró su estilo mientras estar copiando el estilo de otro.

Pero atendamos a los personajes afectados. Tras Marlon Brando, encontraremos a Juan Antonio Bardem, el genial director de Calle Mayor o Muerte de un ciclista, que sin mentarlo lamenta que en este país hacer cine, y triunfar entre la crítica, no es garantía de nada. Bardem representa la duda. La entrevista que afronta a continuación es a Rudolf Nuréyev, y nos encontramos con alguien que no parece tener mucho que contar, tal vez porque en una entrevista no se maneja con su lenguaje, y al que se le atribuye el don de ser breve y el malestar de ser trágico. Rovira Beleta, director de Los Tarantos y Amor brujo, atiende, o se supone que atiende, mientras está entregado a su trabajo; es como si se le hubiera pillado en mitad del fregado, pero como si no fuera posible pillarle de otra manera. Luego volveremos a encontrarnos con Marlo Brando, ese actor del que Fernando Trueba decía que ver una de sus películas es como asistir a un concierto en el que el solista toca otra música diferente y además está borracho, al que esta vez se le enfrenta una desconocida en un minirelato con forma de diálogo; lo que leemos son las respuestas de un cínico mediático. Anthony Burgess expresará sus temas más obsesivos, que son la religión y la literatura, o la metaliteratura, demostrando qué es lo que admira Vila-Matas de su obra. La entrevista al filósofo Cornelius Castoriadis nunca llega a suceder, ni siquiera en ficción, porque a lo que asistimos es a su preparación, posiblemente por la dificultad o amplitud que tiene el asunto sobre el que debería hablar: el fracaso de un modelo político y social. Patricia Highsmith sirve para reflexionar un poco sobre la transición de la literatura al cine, y mencionar las filias y fobias de la autora vinculadas a su personaje más famoso, Ripley. Terminamos con el capítulo Recuerdos inventados, en el que vemos el deslumbramiento por la literatura de Antonio Tabucchi, con la que tanto tiene en común la obra de Vila-Matas. Esta última pieza nos dejará con el sabor a melancolía de lo que deberían ser las mejores intenciones creativas. Y la aportación a la creatividad es la faceta más destacable de la obra de Vila-Matas.


Fuente: Zenda

sábado, 20 de abril de 2024

DINERO EN EL BOLSILLO

 

Dinero en el bolsillo

Asta Olivia Nordenhof

Traducción de María Rosich Andreu

Sexto Piso

Madrid, 2024

159 páginas


 


Los técnicos de explosivos se acercan siempre con cautela al coche bomba para desactivar la trampa: manipulan con cuidado los cables, los estudian, y terminan por seccionar, con miedo, el de color rojo. Esa cautela es la que se ha ido imponiendo en el estilo con que se trata, con frecuencia, temas sociales, temas delicados, asuntos de miseria, de pobreza, de agresividad y de pérdida. La frase en la que se elimina todo lo que no sea hueso, el recurso al término directo, la construcción seca, el estilo breve hasta en la prolongación del párrafo. Lejos, muy lejos, quedan los niños huérfanos de Dickens, un autor que, a pesar de todo, nos mostraba cariño por sus personajes cuando se adentraba en lo más oscuro. Aquí el cariño es una aportación que debe hacer el lector si le apetece, y la historia, y el lenguaje con el que se narra la historia, no invita a que a uno le apetezca. Dinero en el bolsillo nos habla de la infelicidad que le viene impuesta a quien nació en el barrio siniestro del mundo.

Lo que Asta Olivia Nordenhof (Copenhage, 1988) nos transmite es que el mundo es feo. Si una parte de él es fea, no podemos enamorarnos del mundo, y una parte, esta que ella recoge aquí, no se caracteriza por la belleza, por el deleite, por la poesía. Estamos con los que viven a merced de poder robar, con los que no saben entender el sexo de otra manera que no sea pornográficamente, con los pobres, con una pareja que establece una relación demasiado asimétrica, de hecho, tan asimétrica que cae en la agresividad. Nuestros protagonistas establecen unos principios que se adhieren al sadomasoquismo. Ella, que de vez en cuando toma el relevo del narrador para expresarse con idéntica voz a la de éste, ha sufrido el pasado propio de los perdedores y termina por sufrir, también, el final propio de los perdedores, como es el de una enfermedad terminal amarga. La autora nos libera, eso sí, de la maldición cronológica y nos lleva de un momento a otro de la historia atendiendo más a necesidades emocionales, a impulsos que le van indicando qué es lo más importante de relatar en cada momento. Eso que es tan importante consiste, casi siempre, en la necesidad de salir adelante, en motivos prácticos, que no permiten a los protagonistas respirar otro aire que no sea un aire humillado.

Estamos hablando de vidas insignificantes, de gente para la que morir sería un descanso. Estamos hablando de desdicha. El estilo con el que se narra apenas da lugar a adorno, a pesar de lo cual, Asta Olivia Nordenhof encuentra algún hallazgo expresivo: «Eres salvaje, totalmente salvaje, repetía él. Si hubiera habido un lugar, un pequeño recoveco en el interior de Maggie que entendiera que la estaba convirtiendo en un mito y que nunca podría estar a la altura, ella no le habría prestado atención por nada del mundo», así define el enamoramiento. O «Freud. Un poco pompose. ¿Sabes qué pensé? Si se supone que el tal Freud es tan genial… Pensé lo genial que habría sido yo si hubiera tenido tiempo de serlo», dice, para resumir la maldición de haber nacido en la familia equivocada, en el callejón de los destinos, donde se dan los abusos, las presiones, la mala ventura. Sin duda Nordenhof recurre a la rabia para protestar por un mundo tan feo. Y la rabia es, no lo olvidemos, el último recurso que sirve para mantenernos en pie, nuestra última herramienta para no perder el orgullo.

 

 Fuente: Zenda