Cuando
no éramos nada
Francisco
Díaz Klaasen
Ned
Barcelona,
2025
157
páginas
Uno
tiene que buscar un buen lugar sin cobertura para escuchar en condiciones el
silencio del yo. Hay que conseguir esconderse del ruido de las cotorras humanas
para encontrar una buena dosis de memoria. Pero esto más que una búsqueda suele
ocurrir como un encuentro fortuito, que puede rozar el absurdo. Eso es lo que
le sucede al narrador y protagonista de este libro, algo que dará pie a una
vuelta de tuerca al recurso del manuscrito encontrado como motivo para poner en
marcha el relato. El filo de la verosimilitud sobre el que se maneja Francisco
Díaz Klaasen (Santiago de Chile, 1984) para el recurso se mantendrá vivo a lo
largo de un relato que supone un encuentro del narrador con momentos de su propia
vida, colocando la memoria a un tiempo dentro y fuera de sí. La verdad es que al
lector se le pide un acto de fe en condiciones para entrar de lleno en el
relato y sentir que puede ser creíble, pero Díaz Klaasen consigue sostener este
reto con una prosa segura y, sobre todo, con un trasfondo constante con el que
resulta sencillo identificarse, pues de alguna manera está siempre presente la
sensación del fracaso, del qué diablos hemos hecho con nuestra vida.
Así
pues, nos hallamos frente al cuestionamiento del yo a través de los actos que
cometió o que la vida cometió sobre él. Al fin y al cabo, el tema de la
identidad no deja de estar vinculado a las dudas sobre en qué medida somos
dueños de nuestro destino. Eso mismo parece plantearse nuestro protagonista,
que tiene necesidad de leer fragmentos de su vida como quien precisa de un depósito
exterior para explicarse, para certificarse, para cerciorarse. Lo que hace es
descubrirse y uno se pregunta qué es lo que ha estado viviendo hasta entonces
para que tenga esta necesidad. Aunque la respuesta bien puede estar al inicio
de la obra, cuando alguien le avisa que acaba de dejar atrás, oficialmente, la
juventud. Así pues, ¿qué crisis es la que se supone que le toca vivir? En
cualquier caso, cualquier crisis supone admitir que el mundo está desquiciado y
aquí es donde Díaz Klaasen vuelve a apostar por otro de sus puntos fuertes como
escritor, que es la imaginación. El autor hace gala de una creatividad bien
entonada, que le permite moverse con mucha libertad por las ramas de los
posibles sucesos, eligiendo las que nos resultan concomitantes con la demencia,
pero manteniendo el margen de lo posible. Para eso se ayuda de un estilo que
interpela al lector, a veces de forma muy directa.
Y,
mientras tanto, el protagonista vive su itinerario, un recurso que nos remite a
la aventura, que en este caso significa que se puede vivir un poco de todo. El
problema es que el mundo contemporáneo tampoco ofrece de todo, o al menos no de
todo lo que ha significado la aventura tradicional. De ahí que Díaz Klaasen se
constituya en un retratista de una época, un tiempo en el que cuando uno
intenta epatar, lo más fácil es que consiga transmitir una frágil sensación de
tristeza. Estas incongruencias, absurdos, nos llevan a pensar que la gasolina
de la obra es cuestionarse cuál es el propósito de vivir. «Yo me repetía que en
un mundo así solo se podía sobrevivir abrazando esa hostilidad», comenta en
algún momento en que sopesa el mundo como haciendo cálculos. Díaz Klaasen ha
escrito una novela que nos cuestiona la fiabilidad de la memoria y la
fiabilidad hasta del fracaso, cuando en esta vida el único fracaso que existe
es no intentar levantarse después de recibir una zancadilla.
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