Adiós
a un río
John
Graves
Traducción
de Rubén Martín Giráldez
Capitán
Swing
Madrid,
2025
296
páginas
No
es tan complicado darse cuenta de que nuestras vidas son los ríos, al menos
para la gente que no nació y vivió su infancia en la costa. Pero esta
afirmación no se trata de una metáfora: los de la costa tuvieron como madre a
la mar, mientras que el agua que riega de vida las montañas, la meseta, el
secano, las praderas, son grietas en los mapas indicando por dónde surcan los
ríos. Aunque es fácil que lo olvidemos con demasiada frecuencia, porque nos
entregamos a formar parte de cualquier corro de cotorras de asfalto gruñendo o
chillando un gol de nuestro equipo, asistiendo a un desfile de modelos o formando
parte de la marea humana que acude a los centros comerciales. Hay obras que de
vez en cuando nos remiten a los ríos, como Las aventuras de Huckeberry Finn,
recordándonos cuánta felicidad acude a sus orillas, junto con tantísimos
recuerdos. John Graves (Fort Worth, 1920 – Glen Rose, 2013) decidió que
no necesitaba de la ficción para recuperar el sabor de la infancia y
adolescencia, junto al río, cuando supo que el de su vida iba a transformarse
por culpa de las represas. Así pues, se embarcó en un viaje que registrara lo
que fueron aquellos lugares para que, al menos, sobreviviera entre las páginas
de esta maravillosa obra de amor que es Adiós a un río.
No
es posible evitar cierta referencia de formato al libro de John Steinbeck Viajes
con Charlie: un desplazamiento en solitario en un medio de transporte, en
este caso una canoa, acompañado únicamente por un perrito. Pero ahí se terminan
las similitudes. Lo que en Steinbeck era social, aquí es convivencia con la
naturaleza. Debemos aclarar que es un modo de convivencia que hoy se
completaría en otros términos, pues Graves va cazando y cocinando ardillas para
salir adelante, algo que en los años 50 del pasado siglo no significaba lo que
puede significar ahora para nuestras sensibilidades. Hay, por otra parte, un
cierto impulso reaccionario, pero sano: no todas las innovaciones son mejoras,
porque antes había una forma de vida más natural, como lo demuestran las
oportunidades de convivencia con la naturaleza que ya se han perdido: «Es más,
que mientras todos los ríos deben seguir fluyendo hacia el mar, aquellos que
nos representan ralentizarán al menos el proceso transformándose de ríos en
cadenas de abalorios de tranquilos embalses tras diques de hormigón».
«Ahora
la gente está menos “casada”, en el sentido que le daba Yeats, con las peñas,
hondonadas y praderas que los rodean y piensan menos en ellas, de modo que los
viejos nombres se pierden», sigue comentando, mientras recorre su tramo de río.
Y el posesivo tiene bastante sentido, porque ese tramo de río es el mismo que
le acompañó durante años, porque la memoria sí que nos pertenece, configura
nuestra patria, nuestro amor. Y parte de esa memoria la va compartiendo, a la
par que describe la naturaleza que visita, como muestra de la entrega que tiene
hacia este viaje. Al mismo tiempo, resurge una suerte de memoria colectiva en
la que expresa la admiración y la comprensión hacia los antiguos pobladores de
la región, comprensión y admiración que se liquidan en cuanto aparecen quienes
exterminaron a los indios. No dejamos de ver ciertos apuntes de decadencia de
la América oculta cuando sale de la canoa para ir a buscar un teléfono en algún
registro de civilización casi perdido. Con todos estos elementos, Graves construye
su microcosmos, ese tan personal que sirve para llenar hasta la soledad, que es
la emoción que uno no deja de sentir cuando está ejecutando una liturgia que
implica una despedida. Que esta liturgia sea un viaje es la mejor enseñanza que
podemos extraer de Adiós a un río.
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