RICARDO MARTÍNEZ LLORCA: MANUALES DE LITERATURA PARA CRECER
Lo dicta en los títulos de los dos libros que se publican, como hermanos siameses, de Ricardo Martínez Llorca(Salamanca, 1966): el posesivo mi delata cuánto quiere reflejar lo que lleva dentro, y no solo en un aspecto literario. La formación de Martínez Llorca, como ha demostrado en sus libros anteriores, viene determinada por el amor al aire libre, expresado con frecuencia en la montaña, y en una lectura propia de un hombre que huye del existencialismo: en los libros, todo cobra sentido. Sobre todo, en los libros épicos. Disfruta de la literatura de aventuras, aunque las forma de expresarse de sus narradores posee un extraño lirismo, elegíaco, a veces, testimonial en otras ocasiones. En ese sentido, su última obra, Luz en las grietas, era magistral, la obra más valiente, y mejor escrita, a la hora de poner el corazón al desnudo de la literatura española contemporánea. Solo una editorial como Desnivel se atrevió a apostar por ella. La misma editorial que publica ahora Mi deuda con el paraíso, que se anuncia como próxima a la literatura histórica. En tanto que Hasta la frontera de mi sueño aparece en El Desvelo, una editorial a la que cada día se respeta más, y con razón. Ambas expresan los deseos y los sueños del autor. Porque, dejando aparte cualquier análisis de género, dejando a un lado la diferencia de voces, de unas descripciones impactantes en el primero, de una limpieza destilada en el segundo, las dos obras tienen un factor común: son, también, novelas de iniciación.
Puede sorprender a quien lea ambas, cosa que recomendamos. Pero después de un tiempo, cuando la lectura ha reposado, uno se da cuenta de que las dos voces reflejan un momento de inflexión en la vida del narrador. En ese momento, el narrador decide que aunque solo sea por haber vivido una expedición o un verano en Pirineos, siendo adolescente, siendo púber, la vida ha merecido la pena. Hasta ahora se había cotejado la literatura de Martínez Llorca con el mismísimo Conrad, sustituyendo el mar por la tierra, dada la capacidad de describir, de enumerar, de adjetivar, de crear metáforas o comparaciones sorprendentes. Hasta la frontera de mi sueño nos obliga a releer toda su narrativa, pero especialmente Mi deuda con el paraíso. Los chicos que crecen junto a un gigante, un gran personaje literario, son algo propio de Stevenson. A la hora de la verdad, es muy posible que éste sea el manantial literario con el que sueña Martínez Llorca. Digamos que en ambas, el narrador admira a dos personas. En el primer caso se trata de alguien real, alguien que existió, el Duque de los Abruzos, un explorador de la época de Nansen, T.E. Lawrence, Richard Burton y un largo etcétera. Gente a la que admiramos, gente que rellenaba los mapas sufriendo enfermedades y alejándose de su hogar durante años. En el segundo caso es Adán, el primo del narrador que, para incidir en la sensación de buen sueño, tiene por apellido Llorca; Adán, por otro lado, es el nombre del primer protagonista del Génesis, el que puso nombre a los animales y a las plantas, a los valles y a las cimas.
Para sugerirlo de otra manera, el Duque de los Abruzos y Adán vienen a ser algo así como Long John Silver en La isla del tesoro. Aunque en estos casos no se muestran como el famoso pirata, con un conflicto entre la empatía y la codicia. En el caso de Mi deuda con el paraíso, el Duque conserva enigma. En la otra obra, Hasta la frontera de mi sueño, Adán es pura bondad, entrega, generosidad. Ambos reflejan lo mejor del ser humano. El Duque de los Abruzos, tal y como se expresa al principio de la novela, quiso dedicar sus últimos años a un proyecto solidario en la actual Etiopía: allí construyó aldeas, canales de agua limpia; plantó arroz y legumbre y, tal vez, tulipanes; vivió para los humildes, para los olvidados, una entrega que no quiso vocear, pues él también aparece como un personaje humilde. Adán es puro amor por su primo pequeño, el narrador de Hasta la frontera de mi sueño; es un guía de montaña que está ayudando a su mejor amigo, Bravo (un apellido escogido no sin intención, pues ser valiente es para Martínez Llorca la gran virtud a la que tiene acceso el ser humano) a preparar el examen para ser, a su vez, guía de montaña. Y ambos narradores están en ciernes, presentan sus discapacidades. El primo de Adán padece un asma severo, condición que da más valor a cualquiera de sus actos, a un paseo por los bosques, a superar un desnivel de trescientos metros en la montaña. En el caso del ayuda de cámara del Duque, es la pura ignorancia; arrancado de un barrio donde no había nada, se prepara para afrontar una expedición en una enigmática búsqueda de las fuentes de un gran río, y desconoce si está preparado para el reto: se ve a sí mismo demasiado verde para saltar de la vida en la aldea al gran viaje. Será el Duque quien, más con silencios que con palabras, le anime en la ruta.
Todo este espíritu subyace en común entre ambas obras, éste y el de la memoria. En un caso, el narrador recuerda la expedición africana contando casi cien años, viviendo en una habitación de una pensión de Madrid, cuando el mundo se ha transfigurado y ya no lo reconoce. En el otro, el narrador tiene dieciocho años y está a punto de examinarse de la PAU, la prueba de acceso a la universidad; en lugar de estudiar, como si quisiera liberarse de la presión, recuerda ese verano mágico, a partir del cual la vida cambia de sentido. ¿Qué sucede alrededor de estas dos novelas de crecimiento? Mi deuda con el paraíso tiene una muy documentada labor de investigación histórica y geográfica, cameos de otros exploradores, crónicas de viajes al Polo Norte, al K2, a Alaska, intriga, narra un amor imposible y nos da a conocer a los grandes amigos sin los que no hubiera podido llevar a cabo sus aventuras, es decir, a la amistad; el final, por otra parte, es sorprendente pero, si lo pensamos, dado lo que oculta la expedición, no podía ser otro. En tanto que Hasta la frontera de mi sueño nos habla de la farsa que es la familia, pues la familia debería ser algo que vamos construyendo a lo largo del tiempo, a medida que aprendemos a querer y descubrimos que somos dignos de ser queridos. Allí está el padre empeñado en construir con sus manos un embalse para pescar carpas, un guiño a Carpas para la Werhmacht, ese delicioso libro de Ota Pavel; y una madre autocompasiva que se borra del ejercicio de la maternidad, y un hermano mayor que quiere ser un intelectual, como lo es Lawrence Durrell en Mi familia y otros animales, de Gerald Durrell; y está, por fin, un trozo de familia que es esta corporeidad mortal y rosa / donde el amor inventa su infinito, que rezó Pedro Salinas, y que es el vínculo entre el narrador y su hermana pequeña, pues es él quien realmente la cuida, a pesar de sus enfermedades.
Conrad, Stevenson, Durrell, Salinas, Pavel… si indagamos, muchos más, muchas más lecturas. Pero no debemos equivocarnos. En una época en la que las novelas se construyen a partir de lo leído, en la que surgen tantos autores que intentan hacer con la novela lo que Borges hizo con el cuento, literatura sustituyendo a la literatura (ahí está el sobrevalorado Bolaño como mejor ejemplo), que alguien haya sabido leer toda la vida que contienen las lecturas, y que la comparta junto a lo que está aprendiendo, porque la literatura es móvil, es un soplo de aire libre. Martínez Llorca es un escritor que no se atiene a corrientes, que no cree en los géneros, que va por libre, como iba por libre Henri Rousseau en pintura, al margen de las corrientes impresionistas, expresionistas o fauvistas. Es un escritor que convoca todo lo que es en cada frase y nos regala obras de peso, capaz de llevarnos casi hasta las lágrimas, como en Luz en las grietas o en Tan alto el silencio, y de engañarnos con una imaginación de una madurez sólida y versátil en Hijos de Caín o Después de la nieve. Es, posiblemente, uno de los cuatro o cinco mejores escritores de su generación. Y aquí vuelve a demostrarlo.
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