El despertar
Kate
Chopin
Traducción
de Esther García Llovet
Mármara
2018
303
páginas
Los
mitos sobre aquello que garantiza la felicidad son una herencia fraguada
durante décadas. A los de signo religioso, a los de signo cultural, se han
unido, desde que existe la publicidad masiva, los que se refieren a una familia
feliz en una casa con jardín en la que siempre da el sol, el sol de la playa o
conducir un coche impecable. El que se mantiene virgen, el que nos resulta
imposible de derribar, en el que más fe ponemos, es en el de la media naranja.
Uno es feliz si convive con la persona que adora y que le adora. Da igual todo
lo demás. Esa garantía de felicidad se cimenta en sensaciones reales, en un
aumento de la intensidad de sentimientos y en volverse mejor persona, pues se
incrementa la relación con el mundo. Pero no todo tiene que ser positivo. Tener
ganas de enamorarse, un sentimiento universal, no es garantía de que nada se
vaya a pudrir en la naranja completa que formamos con nuestra pareja. Leyendo El despertar volvemos a sentir esa
inquietud, esos síntomas de acoso al hecho de amar. Como en Madame Bovary, la protagonista de esta
novela no se divide en dos aguas, sino en tres: el marido, el amante y el dueño
del amor platónico, que es el tipo de amor que nunca decepciona, como si fuera
el amor verdadero. El resto es resignación.
La
novela trata sobre la imposibilidad de ser feliz. Los márgenes en los que se mueven
los protagonistas son muy estrechos. Su ambiente, y con él la obra, parece una
cárcel. Los barrotes podrán ser de oro, pero resulta imposible escapar de ella.
Esa maldición pesa sobre los que saben amar, o quieren saber amar. La
protagonista pertenece a los círculos de los artistas, gente con una cierta
condena a ser infelices: críticos con su mundo, sensibles hasta el extremo,
nadie les comprende del todo y nada les complace totalmente. Son el músculo de
la sociedad, pero también los que quedan al margen. Al menos en aspectos
emocionales. Nada viene a rellenar ese vacío, por mucho que lo adornen y que
maniobren entre las laderas que rodean un camino que alguien dibujó para ellas.
No la curará ni el arte, una actividad solitaria, ni el marido, siempre un
tanto gris, ni el amante, que será un vividor, alguien que te convierte en
presa con facilidad. Su entrega es al amor, en el sentido más abstracto del
término.
El
amor, decía Jung, no existe; es una abstracción; lo que sí existe es el hecho
de amar y ser amado. Con frecuencia son la misma cosa. Sobre esta intuición, en
una época en la que no existía el psicoanálisis, pero sí se fraguaban obras
sobre el adulterio, es donde se sitúa la acción de El despertar. Y en un país,
Estados Unidos, puritano. Dentro de ese país, para mayor riesgo, en un mundo
que ha venido a sustituir a la aristocracia europea: nuevos ricos, gente hecha
a sí misma, gente que desconoce que pueda haber otra forma de felicidad que no
sea recibir en su casa, en el teatro en que se ha convertido el entorno, a los
de renta alta. Uno no deja de preguntarse, mientras lee este tipo de novela, si
el relato mejor no estaría entre los sirvientes. Pero Kate Chopin (St. Louis,
Missouri, 1850 – 1904) habla sobre lo que conoce, sobre su propio mundo, sobre las
miserias de esa forma de vida. Ella, como su protagonista, participa de la
tensión de la realidad, que es lo que hace de esta novela una gran obra.
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