Cuadernos de Kabul
Ramón
Lobo
Península
Barcelona,
2018
155
páginas
En
una mala película de acción, el mafioso, dispuesto a ayudar al policía
acorralado por una manada de gente armada, al verle recurrir a pastillas para
combatir la ansiedad le dice: “Hay dos formas de morir: sintiendo lástima de
uno mismo o sin sentirla. Ya veo cuál has elegido”. Vivir, no es una idea
nueva, es ir muriendo poco a poco. Es la obligación de renacer con cada mañana
o cada momento. Es soportar aquello que pensamos que no podríamos cargar sobre
nuestros hombros. Vivir es ser Atlas, el gigante que sostiene el universo. Como
Atlas, todos nos romperemos por el eje. A no ser que la situación en que
vivamos nos invite a rompernos antes, a hacernos migas, a atomizarnos, a
desvanecernos, a licuarnos o cualquier otra forma de perder la consistencia que
nos hace humanos. La argamasa con la que se adhieren los pedazos de carne, sangre
y espíritu que somos, la que nos da consistencia, humanidad, sensibilidad y el
orgullo necesario como para no doblar el espinazo al menos contratiempo, se
llama dignidad. Cualquier buen relato versa, necesariamente, sobre la dignidad.
El mafioso le increpaba al policía para que se mantuviera digno y sí, el final
de la batalla no fue injusto con ellos.
Estos
Cuadernos
de Kabul nos llevan a la trastienda de la guerra, donde la dignidad no
es privativa de los soldados. Afganistán es un caos. En la actualidad, no hay
reportero que se arroje al país sin un ejército alrededor. De hecho, ni
siquiera el ejército extranjero patrulla ya el país. Un recinto próximo al
aeropuerto es todo lo que queda de la intervención de países que mandaron
batallones guerreros, y tras ellos al otro ejército, el humanitario, junto con
las empresas que se enriquecieron extrayendo todo lo que pudieron en el menor
tiempo posible, como si Afganistán fuera una mina efímera. Pero allí siguen
viviendo estos personajes que nos revela Ramón Lobo (Venezuela, 1955), uno de
los corresponsales de guerra más honestos que ha habido. Sus visitas a
Afganistán se ubican en el tiempo en que la intervención trataba de mantener la
farsa de la creación de un estado democrático. Mientras los demás periodistas
informaban sobre maniobras políticas o atentados militares, porque de atentados
calificaban los ataques bélicos contra las tropas occidentales, él quiere
conocer Kabul y a los habitantes de Kabul. Quiere saber cómo hacen para mantenerse
dignos y para ello trata de ejecutar algo tan imposible como es no sentirse
intruso. En Kabul se identifica a un extranjero aunque se trate de una mujer
cubierta con el burka.
Mientras
nos habla sobre los niños y los barberos, los que cuecen el pan o venden zumos,
los escribanos, las patatas o la voz del político minoritario que ha instalado
su despacho en una carpa abierta junto al parlamento, da cuenta de cómo ejerce
su profesión de corresponsal. Cuando otros se limitan a informar desde las celdas
de los grandes hoteles, a través de los comunicados de prensa que reciben, él
quiere conocer a las personas, porque está convencido de que el oficio del
cronista es mejorar la sensibilidad del lector, ponerla al día, ampliarla. Por
eso maldice los tópicos que se han vertido sobre el conflicto en Afganistán y
sobre el oficio que ejerce. El periodismo es mancharse de polvo los zapatos,
dice. Y para ello hace falta mucha humildad. Este es un libro sobre las
personas a las que la injusticia y la opresión les niega el derecho a
protagonizar su propia vida, y a pesar de ello sostienen con dignidad un
universo sobre sus hombros.
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