Chuquiago. Deriva de La Paz
Miguel
Sánchez-Ostiz
La
línea del horizonte
Madrid,
2018
286
páginas
Si
existe un género literario en el que la aporía es su esencia, ese es la
literatura de viajes. Recordemos: aporía es un término griego que significa dificultad
para dar un paso, en este caso, la práctica imposibilidad de resolver
paradojas, razonamientos, problemas, dificultades lógicas y de índole
especulativa. Todos los griegos son mentirosos y yo soy griego, es un enigma
del que resulta imposible definir el origen de quien lo pronuncia o en cuál de
los términos está el engaño. “Eres uno más en el barullo, en la riada de la
vida, conviene que no se te olvide, antes de ponerte a dar lecciones”, es la
aporía definitiva sobre el lugar que ocupa el viajero en el viaje, si viaja
para reflejarlo por escrito o en fotografías. Para abogar por la humildad, nos
evocan una reflexión que no debemos olvidar. Es decir, deja por un momento de
ser uno más en el barullo de la vida y se coloca como maestro. No importa. Es
un detalle. Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950) reconoce que la aporía es la
esencia de este género literario y tiene todo el derecho a convertirse en
maestro de la humildad, otra paradoja.
El
libro es bravo en todos los sentidos. De entrada, el amor confeso a una ciudad
como La Paz viene definido por un primer encuentro violento, en el que sufre un
robo. A pesar de ello, persiste y se convierte en un rompesuelas. En este caso
no se trata de remitirnos a la historia o al arte, de diálogos sorprendentes ni
de personajes de buena ralea como para reflejar su pasado. En este caso, se
trata de ver de cerca. Olvidarse un tanto de la urbanización y construcción de
la ciudad, en tanto a lo que se refiere a la valoración arquitectónica. La Paz
es una ciudad ciertamente incómoda, pero si uno mira de cerca cada plazuela y
cada callejón, descubrirá la vida de la gente a la que se le ha robado el
derecho a escribir sus biografías. Vástagos de los desahuciados, apenas los
tocados y los rasgos hacen referencia a unos orígenes que les otorgan cualidad
como grupo. Como individuos, son supervivientes.
La
calle es bullicio. Allí donde no llega el claxon, llegará el grito de la
multitud manifestándose. En gran medida, La Paz todavía conserva el sueño de la
lucha de clases callejera, es el último amor posible hacia la América Latina
protestataria e injusta sobre la que vertieron sus canciones Víctor Jara o Los
Calchakis. Sánchez-Ostiz busca sus amistades en el lumpen, aunque sean
amistades de paso, porque viaja para buscar algo de lo que carece, la antítesis
del lugar donde vive, otra aporía del viajero: el del mundo desarrollado
entiende que el verdadero viaje es al Tercer Mundo, o a Manhattan. Pero
Sánchez-Ostiz tiene muy claro que él quiere ver lo marginal, pegar la hebra con
los dueños del lenguaje marginal y soñar sus mismos sueños. O al menos querer
soñarlos, lo cual ya es mucho más valiente de lo que nos atrevemos a apostar
cada uno de nosotros en cada día de nuestra vida. Él conoce el mundo a través
de otros, de gente que sería pícara de no ser por la tristeza que supone el
coraje al que recurren para vivir.
Y
así es como se va enamorando de un lugar que ha construido, cómo no, sus
propios mitos, los mitos del pueblo, esos que brotan sin querer y sin querer
todos hacemos nuestros. Compartirlos también supone compartir amistad, el afán
con el que viaja nuestro autor, que no niega el miedo que le recorre cuando
entra en los lugares más sórdidos y, por tanto, más magnéticos. Nadie va a
resolver esa nueva paradoja. Como nadie solucionará por qué seguimos empeñados
en alabar la leyenda del fracaso en la lucha social. En cualquier caso, ese
fracaso sigue siendo un imán para atraer turistas. Y así llegamos a la aporía
final que se nos plantea en el libro, la que Sánchez-Ostiz reconoce con una
sinceridad que otros autores ocultaron: ¿cómo se puede ser un humanista y
limitarse a ser espectador de la pobreza? Tal vez con cariño. Que es como se
deberían de resolver todos los problemas.
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