Hoy he dejado la fábrica
David
Monteagudo
Rata
Books
Barcelona,
2018
175
páginas
Para
el David Monteagudo cronista, de espacios breves, con que nos encontramos en
este libro, ser ciudadano es una actividad corporativa. La expresión no es
nueva. Como casi todo lo que aportó la literatura del siglo XX a la literatura,
estaba en Kafka. Pero también en el cine de Vittorio de Sica. Este libro de
escenas y microcrónicas, de retazos de imaginación y vuelos del miedo, es un
viaje del realismo social del segundo, al realismo onírico del primero. Un
viaje que realizamos por dos vías que corren en paralelo: por un lado está
nuestro punto de vista, acompañando al narrador. Con la forma que tienen las
secuencias, este no puede ser sino un alter ego de Monteagudo. De hecho, el
libro es casi un dietario. Y por otro lado está el viaje de la realidad en la
que no participa el narrador: la observa. Desde el principio, pone sobre el
tapete su propuesta tipo gótico industrial, crepuscular y decadente. La gente fueron
personas. De madrugada, cualquier ente con forma humana es un zombi
corporativo, integrado.
La
mala noticia es que estar integrado en una sociedad en la que lo mejor que uno
puede hacer es dejar la fábrica, aunque lleve treinta años trabajando en ella y
suponga segarse a sí mismo la hierba bajo los pies, significa que el mundo está
enfermo. No sabemos adónde se dirige, pero sabemos que no nos gusta. De ahí que
poco a poco el libro vaya siendo más imaginativo. Va abandonando esa suma de
realidades individuales que supone la marea humana a la hora de ir al trabajo,
esos arquetipos que conoce, para dar paso a la imaginación. En la imaginación
viven sus sueños de la actualidad, pero también su familia, que está ahí atrás,
en el pasado, en su infancia. La gente es marea, sí, pero al individuo le
registra con la mirada en busca de un apunte de dignidad. Porque como grupo no
se salva nadie. Hasta que llega a la conclusión de que si existe algo normal,
esto son los fantasmas. Los fantasmas provienen del pasado, como la intuición.
Vienen de la experiencia. Y a ellos se aferra la gente cuando la cosa se pone
fea. Y se pone fea con demasiada frecuencia, tanto cuando estamos dormidos como
al estar despiertos.
El
viaje terminará por llevarnos al absurdo. Si uno va siguiendo el hilo que nos
propone Monteagudo, llega a la conclusión de que para sobrevivir hay que
resignarse y, por tanto, el único viaje que te salva es lo que la gente normal
llama el absurdo. Porque la gente normal tiene miedo a tonterías y para ellos
la memoria funciona como una máquina. Las máquinas no son exactas, se oxidan,
se atoran, se ralentizan, se funden. Todas, excepto una, que es infalible: la
de los sueños. No nos referimos a los sueños en tanto que ilusiones, que
deseos, sino a los sueños que uno tiene mientras duerme. Monteagudo conoce
perfectamente cómo funcionan los sueños, la concatenación indescifrable y el
aterrizaje insospechado. Pero sigue siendo, aunque no sepamos qué nos espera, o
al menos qué nos espera en concreto, un mundo al que podemos huir para
alejarnos de la realidad. En los sueños uno es uno mismo y es otro al mismo
tiempo. Monteagudo se permite llevar ese supuesto a la realidad, porque ante el
devenir del planeta, o uno se permite esa dualidad, o se vuelve loco al
comprobar, cada mañana, mientras va a la fábrica, cómo ha vuelto a cambiar el
mundo.
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