El ala derecha
Cegador, 3
Mircea Cartarescu
Traducción de Marian Ochoa
de Eribe
Impedimenta
Madrid, 2022
553 páginas
Seguimos sin conocer qué
ocurre dentro de la crisálida. Sabemos que se esconde la oruga y que asomará la
mariposa. Pero el proceso de metamorfosis sigue siendo un misterio.
«La mariposa fue para los griegos (…) el símbolo del alma y de
la inmortalidad. Sin su imagen simétrica y extraña (pues los insectos, que son
también ADN, proteínas y supervivencia, al igual que nosotros, son sin embargo
para nuestra mente todo lo que pueda ser más monstruoso y más fascinante,
porque son mecanismos de carne, nervios, vacuolas, agujas y piezas bucales que
funcionan al margen de la conciencia) no habríamos comprendido jamás l alógica
de la resurrección y, con toda seguridad, habríamos ignorado el hecho de que
tenemos un alma inmortal. La mariposa inventó el alma humana».
Sobre este proceso, sobre
esta ignorancia, está construida la tercera parte de Cegador. Mircea Cartarescu
(Bucarest, 1956) nos habla del proceso de evolución, de la construcción de
alguien que está, a su vez, sometido a la construcción de un país. Como en
anteriores ocasiones, vuelve a sus rizomas, a su mundo pobladísimo de matices,
a su voz que parece una invocación, casi un rezo, una constante expresión de
deseos en un mundo que padece la enfermedad del patetismo: «Pero -decía Herman aquellas tardes en las que pasábamos horas
y horas juntos, irrealizados por la penumbra y sobresaltándonos con el ruido
apocalíptico del ascenso-, aunque no puedes salvarte si no estás hecho para la
salvación, el hecho de que tengas un órgano que detecta la presencia de la
Palabra no significa que ya estés salvado, es tan solo una prueba de que la
salvación existe».
Salvación es el deseo
clave. De hecho, se nos muestra una realidad tan desconcertante que podríamos
calificarla como oscura o sucia (no sabemos bien), a la que en escasos momentos
salvíficos llega la fantasía como caballo de rescate. Cartarescu intenta
describirlo todo, meter todo dentro de la obra, explicarse por extensión,
incluso se permite divagar alrededor de un acto, recordándolo con una y otra
comparación sucesiva, sumando a lo largo de extensos párrafos, un acierto tras
otro sin que en ningún momento nos parezca que desfallezca, que la suma de
aciertos suponga fallos. Volvemos a preguntarnos si hay un plan previo y a
confesarnos que lo fundamental es que hay una intención previa, que podemos
caer en momentos de surrealismo, como si improvisara el relato sobre algo no
programado, pero que sabe bien qué quiere transmitir:
«No he tenido infancia ni juventud, no he entendido nada de lo
que sucede en el mundo, he creído siempre que seré, toda la vida, un monstruo
solitario, sin esposa, sin casa, sin una piedra en la que apoyar la cabeza, destinado
a escribir, años y años, un libro ilegible e infinito, pero que sustituirá
algún día al universo».
Sustituir con el arte el
universo, es uno de los fundamentos del arte. Ya que no conseguirá, como no
consigue la ciencia -que también se imbrica en esta novela- explicarlo.
El libro abre con la
infancia, cuestionándose si la vida fue mejor en el pasado, mostrándose, el
narrador, como un depósito de todo lo que ha visto y oído. Nos topamos con el
tipo supersensorial que enlaza lo personal y lo social -«ni siquiera la luz pura de la nieve salva a la ciudad de su
aire siniestro»-. En busca de qué es lo que nos construye, de la formación
de un espíritu que no sabe bien en qué consiste pero que a nosotros nos resulta
inquietante. De hecho, tanto en esa infancia como en capítulos posteriores, con
el tumor cerebral de un amigo o la rebelión contra el tirano y la vida de
postguerra, roza el horror. Retrata esa proximidad al horror con un bagaje muy intelectual
y con matices muy próximos a la realidad de cualquier persona que haya
atravesado un mal día. Así va metiendo, o intentando meter, a todo el mundo, a
toda la vida en una novela, y nos vamos dando cuenta, con él, de que el mundo y
la vida es uno mismo:
«Abría la puerta opuesta y salía al pasillo, pisando la suave
jarapa de trapos, carentes ahora de colores. Afilada y oblicua, en una pared
caía la luz de la luna. Abría la puerta de su habitación y se quedaba en el
umbral, con los ojos abiertos de par en par, dispuesto a enfrentarse a lo
intolerable.»
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