La soledad del tirador
Toni
Montesinos
El
Desvelo
Santander,
2017
175
páginas
La
memoria, como cualquier otro licor, tiene distintas graduaciones. Los diarios,
excepto en uno o dos casos, se diferencian de la memoria en que uno deja de
vivir para escribir. Mientras que la memoria cambia de aromas tanto como de
gente, y de valor alcohólico como de intensidad. Existe una memoria que cierra
heridas, lo cual en literatura es una farsa, porque en realidad uno no deja de
supurar, y existe una memoria terapéutica, que es aquella en la que el autor se
pregunta cómo ha llegado a ser quien es. Eso suponiendo que se conozca, porque
la distancia entre lo que somos y lo que creemos que somos llega a ser un
océano. Pero sí, hay un momento en que uno se pregunta qué fue de aquel niño
que montaba en bicicleta y soñaba con una familia o con ser astronauta, qué fue
de aquel adolescente con tantos bríos como para no dejar un hueco sin llenar en
los minutos de su vida. Hacia dónde divergieron las energías que le hacían soportar
la miseria familiar o la miseria de la escolarización. En cualquier caso, dos
sistemas carcelarios o, al menos, dos grilletes más en el pasado, en lo que nos
ha construido, en nuestra maldición.
A
este último género pertenece la obra de Toni Montesinos (Barcelona, 1972), este
La soledad del tirador que parece
pertenecer a un proyecto más ambicioso de recuperar el humo de la memoria. En
estas páginas, Montesinos se presenta como un chico de barrio, alejado del
centro de Barcelona, que vive la adolescencia desde dos lugares diferentes: la
cercanía de su sueño de convertirse en jugador de baloncesto, y la distancia de
la timidez, que en su aproximación a las mujeres, en una intuición de
autoestima rayada, da la sensación de ser difícil de superar. Aunque uno tiene
la impresión de que el libro está escrito con cierta premura, algo inusual en
Montesinos, lo que importa son las preguntas. Y por encima de todas ellas la de
cuestionarse si aquéllos, los años de formación, fueron tiempos malgastados.
Si
algo está bien trabajado en este viaje al pasado, son las relaciones
familiares, incompletas, incómodas. Un mal extendido porque se nos obliga a
comparar nuestras vidas con las de las ideales familias americanas, que hasta
en los documentales de elefantes presentan una ideología poco menos que
reaccionaria. Y así este adolescente no crece. Asistimos a su transformación,
pero mantiene su eje sentimental a lo largo de todo el libro. Entre otras
razones, porque no es sólo un Bildugsroman real, sino que es el retrato de una
época, la del despertar del baloncesto y la música pop, la temporada en la que
los contenidos de los libros de texto mutaron para olvidarse de los elogios
patrióticos, cuando las matemáticas se enseñaban por teorías de conjuntos y los
juegos en la calle, en los parques duros, marcaban, inevitablemente, arañazos
en las rodillas. La etapa que precede al estallido de la juventud, eso que
identificamos con la primera borrachera y la primera persona a la que tocamos
la humedad de sus partes íntimas. De ahí que este proyecto sea una obra
abierta, un imposible saldo de deudas, pero una relación generacional.
Fuente: Culturamas
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