Años de andanzas nada
magistrales
Jean Améry.
Traducción de Marisa Siguan y Eduardo Aznar
Pre-textos
Valencia, 2006
195 páginas
18 euros
¿Dónde está la culpa?
Todo esto: vivir, haber vivido,
no puede ser inocente. “En todas partes y en ninguna había culpa, entonces la
idea de expiación carecía también de justificación lógica”. Esta es una de las
últimas frases de este libro, de esta magnífica obra que pertenece a cualquier
género y a todos ellos a la vez, si bien la decisión sobre la catalogación del
volumen lo dejamos para aquellos que tengan más fe en los géneros que el que
firma este artículo. Dado el origen autobiográfico, sin similitud con otras memorias,
uno puede pensar en libros como Coto
vedado, de Juan Goytisolo, a quien hoy más que nunca cabe reclamar, y dado
el perfil mestizo de la obra a uno se le ocurre, a bote pronto, recordar los
libros de W. G. Sebald, un escritor con tendencia a caer en el letargo de lo
depresivo, excepto en su obra maestra, Los
emigrados. Pero creo que Años y
andanzas nada magistrales es muy superior a los textos mencionados. Porque
aquí la culpa y la expiación, que ya dieron título a su excelente ensayo sobre
el conflicto sentimental gestado tras la supervivencia en los campos de
exterminio (Más allá de la culpa y la
expiación, Pre-textos, 2001), están presentes mientras busca el sentido de
la existencia en un ejercicio de introspección difícilmente superable.
Dividido en seis etapas vitales,
el libro es un ensayo y es pura literatura. En cada una de las etapas se
engloba uno de los procesos de maduración de un hombre, de Jean Améry, quien
explica, sin pretenderlo, las razones que le van llevando a elegir una y otra
formación cultural, uno u otro lenguaje, e incluso el cambio de nombre. En
realidad, Jean Améry es el sobrenombre que Hans Mayer escogió cuando fue
adoptado por Bélgica tras sobrevivir a esos episodios deleznables que más vale
no mencionar, ya que él siempre fue tan austero y discreto a la hora de
presentarlos.
Llama la atención, en la
disposición formal, el recurso a que acude cambiando constantemente de persona,
mencionándose como yo, tú o él, a veces en una misma frase. Así, Améry va
entablando un diálogo en el que aparecen, aquí y allá, frecuentes reproches, la
mayoría debidos a su falta de previsión, a su incapacidad para leer las
situaciones y prever el futuro, lo cual va cuestionando su elección
trascendente, la de concentrarse en el mundo intelectual, una decisión que
apenas resultó de utilidad en los momentos críticos. Varios son los ejes sobre
los que crecen estas reflexiones, siempre basadas en la auténtica habilidad de
un ensayista que es la meditación sobre la experiencia, en la introspección
cabal como apoyo para seguir escribiendo; uno de los ejes es la historia de la
primera mitad del siglo XX; otro es la postura de los intelectuales en cada
época; otro, mínimo, son sus datos biográficos; otro sus lecturas y el porqué
de ellas; y el más importante, la valoración anímica o el cuestionamiento de
los valores. Como comenta Marisa Siguan en una introducción que analiza
perfectamente el libro: “una subjetividad planteada como voluntad de expresión
de verdad, como autenticidad de pensamiento”.
Améry comienza indagando entre
los paisajes y libros que le formaron; a continuación habla sobre sus
principios de juventud y el caldo donde se cuece el horror; después pasa a
reflexionar sobre el dilema del horror (“el derecho a vivir y la obligación de
morir”) al tiempo que busca la interpretación social de la aceptación de lo más
terrible, y trata de re-construirse
en los campos de concentración; posteriormente toma partido, de entre la maraña
de su formación humanística, por el existencialismo y por un Sartre que,
equivocado o no, siempre sostuvo que lo importante es ser ético; luego trata
sobre su disposición a iniciar un proceso de renuncia, de desilusión, antes de
mostrarse perplejo ante el renacer de Europa, el resurgir de Alemania y de la
cultura alemana, sin perder de vista su idioma natal, el lenguaje que le
configura (“Ninguna logodicea resiste la falta de juicio de lo real”, dice
refiriéndose a este contraste); y termina con una serie de conclusiones
demoledoras sobre la miseria de la historia del pensamiento, que es los
pensamientos superados o falsamente superados, como intenta probar mostrando su
aversión por un estructuralismo que, alguien supone, suplantó la esencia del
existencialismo en el pensamiento humanista europeo. De ahí que el maestro
Améry mencione el papel de intelectuales como Foucault o Levi-Strauss:
portadores del signo de la pérdida del ser humano.
“El hombre que reclamas… quizás
no fue realmente más que ideología”. Pues eso, maestro: quizás. Y quizás
deberíamos seguir buscándole.
Fuente: Tribuna/Culturas
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