Hermanito
Ibrahima Balde y Amets
Arzallus Antia
Traducción de Ander Izagirre
Blackie Books
Barcelona, 2021
134 páginas
Hay emociones que son imposibles de reconocer.
Aturden, sí, pero no nos sacan de una duda bastante
existencial y nos preguntamos qué deberíamos hacer con eso que empaña todo
nuestro interior. Podemos combatirlas con sueños y podemos integrarlas con el
tiempo. Incluso podemos incorporar nuevas emociones para ir diluyéndolas,
muchas veces a través de cualquier vía de escape. Pero de vez en cuando la
memoria sentimental nos las devolverá. Y si no es la memoria propia, será la social,
o la actualidad, que nos recuerda a los desfavorecidos sin descanso. Pero lo
mejor es reconocer haber sentido esa emoción, para la que no existe nada que la
defina, para la cual el lenguaje se rinde debido a sus limitaciones. Eso es lo
que sucede durante la lectura de Hermanito, este testimonio que debería
convertirse en uno de nuestros libros de cabecera.
Frente a la experiencia
de su protagonista, cualquier viaje pasa a ser una mera descripción turística. Ibrahima
Balde ha recorrido el desierto del Sáhara en canal, muchos días caminando entre
cadáveres, ha sobrevivido al acoso y la violencia de los fusiles y todo por el
afán de encontrar a su hermano pequeño. Esta es la historia de un subsahariano
que llega a España, con la voluntad del amor fraterno por combustible, en una
travesía que dura años y en la que el sufrimiento es la constante.
“Miñán, ¿por qué querías irte a Europa? No era eso lo que habíamos acordado, te dije que debías seguir estudiando, te dije que tenías unos ojos muy grandes”.
Existen algunas buenas
almas, que brotan como amapolas en el estercolero, gracias a las cuales logra
sobrevivir. Pero desde que se inicia el relato, contando doce años y emigrando de
Guinea Conakry a Liberia para intentar conseguir algo de dinero con que
alimentar a su familia tras la muerte del padre, hasta que alcanza la costa
española, Balde sufre una suerte de situaciones que llevan al aprendizaje que padecemos
durante la adolescencia a un grado extremo. Es probable que crecer con estas
experiencias se convirtiera, bajo cualquier otra piel, en una toxina. En las
palabras de Balde encontramos, sin embargo, una ingenuidad muy sagrada, propia
del hombre sensible, de una fragua sentimental bien consolidada.
“Yo no querría hablarte más de estas cosas, porque cuando hablo empiezo a ver, delante de mis ojos, todo lo que estoy explicando. Tu ahora estás aquí, escuchando, pero yo estoy otra vez allí, dentro de mi carne”.
El texto que resulta de
la traslación de un relato oral no puede ser más expresivo. Frases cortas,
sencillas, de una engañosa simplicidad, que nos muestran que no es necesario
deslumbrar para atrapar a un lector. Y aun así, de vez en cuando deslumbran, casi
sin darse cuenta: “Allí fuera todo era arena, la arena sabe estar en silencio”.
O “No sé cuántos tragos le di, diez, veinte, hasta que empecé a sentir el
cuerpo otra vez. Las piernas, la tripa, los brazos, los ojos, todo. Eso es el
agua, el agua hace tu cuerpo”.
En muy pocas ocasiones la
literatura nos va a estremecer tanto como aquí. Pero sentimos que estremecerse nos
impone la convicción de que vivir es necesario. Como lo es intentar llegar hasta
los lugares que ha vivido gente como Balde, incluida esa inmensa sabiduría de
la pureza: “Mi madre tiene mucha paciencia pero poca fuerza. Cuando digo
fuerza, quiero decir poder, y cuando digo poder, quiero decir dinero”. ¿Se
puede decir más con menos? Nada justifica no sentir el impulso de leer este
libro. Nada.
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