Moverse
con el agua
Hannah
Stowe
Traducción
de Rosa Martí
Almayer
Barcelona,
2025
253
páginas
Para
conocer en condiciones nuestra vida interior es conveniente añadir a cualquier
forma de meditación una tomografía computerizada. Uno sabe que lo que entra por
los hoyos de la nariz acaba rellenando los pulmones, y que eso puede ser
silencio, pero lo que ignora es a qué se debe el maldito dolor que le atraviesa
el eje y le impide dormir en condiciones.
Lo primer te invita al descanso, que es lo más parecido a la paz de lo
que somos capaces, pero lo segundo te desvela qué te impide esa paz. Como
padezcas una estenosis de canal en alguna vértebra, Dios mío, estás condenado.
El dolor es muy agudo la lesión tiene soluciones pésimas. Es posible que una
vez operado, ese registro de dolor no desaparezca jamás de tu sistema nervioso.
Pero sabes que debes seguir aprendiendo a respirar con calma, atendiendo a ese
mapa genético que si no te empuja a la aventura personal te empuja a alabar la
de los demás, y que es algo más que un consuelo, pues significa que has
encontrado a qué hemos venido a este perro mundo.
Hannah
Stowe es una joven británica con la columna dañada gravemente, pero con el alma
de una gaviota. De hecho, como comunicadora es una mezcla entre David
Attenborough y Robert MacFarlane. Una combinación que en este libro que tenemos
entre manos, nos atrapa contundentemente. Digámoslo de una vez: Moverse con
el agua es una obra maravillosa. Stowe nos desvela o nos recuerda que
deberíamos ser puro lirismo de vivir, que son las sensaciones las que nos
construyen y no el maldito tiempo de los relojes y los calendarios. Hambrienta
de esas sensaciones durante el periodo adolescente, se lanza al mundo exterior:
«Quería sentirme intrépida, experimentar la inyección de adrenalina que supone
superar tus propios límites, como Amelia Earhart sobrevolando el Atlántico.
Quería una odisea propia. Quería explorar, llenas los confines de mi mente con
los confines del mundo, volver con cien respuestas y mil preguntas más. Quería
cabalgar el viento y nadar en otros mares. Quería especias, color, calor, frío,
días largos, noches cortas, el cuerpo dolorido y una mente vertiginosa». Lo que
Stowe pretendía, y va consiguiendo. Es escribir sobre el papel del planeta su
propio Bildungsroman, aprender a vivir, ser maestra siendo joven, pero maestra
para sí. Y nosotros aprendemos con ella a medida que avanzamos en la lectura.
Enamorada
de la vida, acaba por descubrir que también el dolor es un maestro: un severo
problema de columna vertebral comienza a condicionar su vida y se ve atrapada
entre la medicación y las formas de rehabilitarse, siempre con la mirada puesta
en el mar. Adaptación, aceptación, rebeldía: todo ello se sucede y va formando
parte de la resiliencia de Stowe. Su amor por el mar es incondicional y ahí,
ella sabe, está su salvación: «Creo que el mejor sonido que he oído en mi vida
es el fuerte soplido de un rorcual común al salir a la superficie».
«—No
dejes de aprender, chica. Nunca dejes de aprender. Eso es lo que te envejece.
Eso es lo que al final acaba contigo.»
La
frase es de un viejo marinero, un tipo que se niega a pisar tierra, porque sabe
que toda la verdad está en el mar. Y, mientras nos enseña tanto de lo que va
aprendiendo, presta atención a la fauna del mar. El libro se divide en
capítulos en los que a la vez que dar testimonio, un testimonio a la vez lírico
y épico, nos da lecciones de zoología y etología a partir de el cachalote, el
albatros, la ballena jorobada, la pardela, el percebe o el cuervo de fuego. Y también
del ser humano. Stowe es capaz de poner en marcha el sueño que todos tuvimos de
jóvenes: vivir en una furgoneta camperizada, con tu perro, junto al mar,
mientras estudias en la universidad. Y a partir de ahí, seguir navegando,
emprender viajes. Estamos frente a un libro sincero y purísimo, una de esas
demostraciones de que el entusiasmo sí obedece a su etimología: tener un dios
dentro, como lo tenían, a juicio de los griegos, los enamorados o los poetas. Y
Hannah Stowe es ambas cosas.
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