El
viaje inútil
Camila
Sosa Villada
Tusquets
Barcelona,
2025
101
páginas
Los
versos de los himnos nacionales suelen ser belicosos y bastante vacíos. Por eso
uno debe encontrar las palabras que ayuden a definir cuál es su nación, su
patria, su educación sentimental. La literatura se elabora con palabras, con lo
cual todo puede quedarse en el origen: la literatura puede ser nuestro lugar
favorito. Eso es lo que le sucede a Camila Sosa Villada (Córdoba, Argentina,
1982) y que viene a expresarnos, con potencia y buen sonido, en esta obra
breve. Todo comienza con un reflejo autobiográfico en el que se otorga al
padre, primero, y a la madre, a continuación, su lugar de privilegio en los
cimientos de quien uno es. Nos enfrentamos a la memoria del amor, pero este no
llegará sin sus miles de contradicciones. Y la más significativa es la que imbrica
al amor con el dolor que, a su vez, está imbricado con el aprendizaje. Conviene
no eludir el dolor, entender que este forma parte de nuestra construcción, que
nos ayuda a construir un decente sentido de la justicia y es gasolina en el
motor del pensamiento ético.
Crecer
y descubrir, es decir, madurar, no concebir que se pueda separar felicidad de
memoria: «navegamos en ese mar de aceite donde todos los recuerdos nadan, donde
hemos precisado un nombre y una emoción para cada momento importante de nuestra
vida». Sosa Villada consigue imponer cierto tono feliz al texto, a una conclusión
de tiempos que no han sido nada sencillos: «mi tristeza en la niñez (…) el
alcoholismo de mi papá, las carencias de mi mamá», hasta el reconocimiento de
lo que uno debe superar con frecuencia en alguna forma de terapia: «Los únicos
enemigos fuimos nosotros, nuestras herencias, nuestras tradiciones, nuestra
vocación de servidumbre, nuestra rebeldía reprimida». Esa rebeldía que ella
encuentra, con sosiego, en la escritura, mostrándonos una cierta idea romántica
del acto de escribir, que en su caso se acerca a la oralidad y, en
consecuencia, al teatro, pero también a la poesía.
El
título de este libro testimonial, El viaje inútil, hace referencia a la
poca efectividad que parece tener la literatura para transformar nada, ni el
rumbo del mundo ni la evolución de las cicatrices internas. Y, sin embargo,
esto que aparece como una mera explicación, se encuentra a lo largo de las
páginas con una refutación constante: ¿para qué sirve lo precioso, para qué
sirve lo que nos agrada?: «Buenos, de eso también está hecha la literatura. De
querer ser amados». Lo que importa no son los actos, sino las emociones que son
consecuencias de los actos o, por utilizar algunos términos más próximos a sus
hipótesis, lo que importa son las emociones: y las emociones que uno padece
frente a lo cotidiano, a lo que llamamos realidad, no son más intensas que las
que sentimos durante la lectura de un libro y, por tanto, no son más reales.
Todo
ello se encuentra en esta defensa de una vida que ha existido para configurar
páginas de literatura, y eso responde a un espíritu autodidacta: «Hasta hoy, no
sé si me sucedieron esas vidas para que las escriba o yo las sucedí para poder
escribirlas». Y más adelante explica la potencia de las sensaciones que deben
salir a flote de alguna manera: «Escribo así, tan alcohólicas son mis palabras
como lo fue mi papá y tan desamparadas e insaciables como lo fue mi mamá».
Nótese que recurre a la forma más afectiva de referirse a sus progenitores,
nada de padre y madre: papá y mamá, como si el lector fuera su confidente desde
hace décadas. De ahí, de esa necesidad de expresión afectiva, brota este libro
en el que ella se ofrece como canal para que circule la literatura, al tiempo
que nos confía que ella es el tema sobre el que necesita hablar. Estamos, casi
seguro, frente a uno de los mejores libros testimoniales que hemos leído en
mucho tiempo.
Fuente: Zenda
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