Long
Island
Colm
Tóibín
Traducción
de Antonia Martín
Lumen
Barcelona,
2024
324
páginas
Uno
siempre desea que su alma se transforme en una brisa con calma, pero el
exterior es siempre más fuerte que la propia sangre y es capaz de inventarse
más sorpresas de las que podemos comprender. Eso le sucedía a la protagonista
de Brooklyn, la excelente novela de Colm Tóibín (Enniscorthy, Irlanda, 1955)
que estaba reclamando una segunda parte, porque no es posible cerrar una vida.
Sólo las películas tienen final, y también las novelas, pero aquí no hablamos
de un género con su trama y su ficción, sino de una representación de la
realidad. Y la realidad no se termina nunca. Long Island es una historia
donde se reencuentran los personajes de Brooklyn veinte años más tarde y
vuelve a castigarlos con una vuelta de tuerca. Eilis está casada con Tony
Fiorello y tienen una hija a punto de entrar en la universidad y un chico
adolescente. Pero toda aquella felicidad, aquellas aventuras emocionales que
sirvieron para que ella aprendiera a colocar las cosas en su sitio, y creyera
encontrar la brisa en calma, no son capítulos cerrados. No existe el «y
vivieron felices». Esa es la maldición de la realidad. Hay pesadillas de
diversa calidad, también en la vigilia. Tony ha dejado embarazada a una clienta
y el marido amenaza con entregarles al bebé para que lo críen. Será Eilis quien
reciba la noticia, en voz del marido, y en consecuencia se cuestione sus amores
y las lealtades.
Sabemos
que el libro va a contener los temas que estuvieron presentes en la obra
anterior: la inmigración y sus connotaciones, la identidad y el síndrome de Ulises,
el mestizaje, las raíces frente a la innovación necesaria, adaptativa. Pero si
en Brooklyn se resolvía a favor de lo que parece ser más complejo, por
lo insoportable que resulta la falta de intimidad, en Long Island el
debate tendrá lugar, mayormente, en el sitio donde se sintió rechazada nuestra
protagonista. Eilis regresa a la Irlanda rural, cotilla y aislada, de la que
partió por ser capaz de observar las miserias desde el exterior. Y allí vuelve
a sentir la posibilidad de enamoramiento, otra vez con la misma persona de la
que dudó años antes. La novela contiene realismo social, un soberbio conocimiento
de los sentimientos que se expresan a través de actitudes y acciones, y un
estilo sencillo, que podría referirse a una novela romántica, así dispuesto
para facilitar la inmersión de los lectores en el texto. Aunque su punto más
fuerte son las perplejidades a las que nos enfrenta, los contrastes entre
diversas formas de intimidad y de anonimato, que aquí resultan imposibles. En
medio de estas batallas, Eilis trata de resistir contra un destino que la
supera, trata de tallar alguna forma de futuro que le resulte digna.
Tóibín
narra sin vacilaciones, sin divagar, sin que su narrador se entrometa, pero
mostrándonos quiénes son los personajes; y los personajes son,
fundamentalmente, en relación con los demás. Somos lo que provocamos en los
otros. Hay atracciones y repulsiones, hay encuentros y desencuentros. Y hay
mucha incertidumbre, ese tipo de emoción que al lector le empuja a decirle a
los personajes que parece mentira que no se den cuenta de lo que les está
sucediendo, porque se asemeja a situaciones que a cualquiera pueden habernos
sucedido. O a cualquiera que viviera en la época en que está ambientada la
novela, el año 1976, cuando las distancias se significaban en kilómetros y eso
le permitía a uno reinventarse poniendo tierra de por medio. Siempre y cuando
fuera capaz de manejar a sus fantasmas, cosa que aquí vemos como imposible no
sólo de piel para adentro.
Fuente: Zenda
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