Mar
en calma y feliz viaje
Bette
Howland
Traducción
de Esther Cruz
Tránsito
Madrid,
2024
435
páginas
El
verdadero protagonista de esta recopilación de piezas breves es Chicago. Y más
en concreto el Chicago de los años setenta. Bette Howland (Chicago, 1937 –
2017) no crea tramas ni argumentos: crea a la mismísima ciudad. Leer los relatos
y las dos novelas cortas que configuran este volumen nos lleva a pensar que la
imaginación consiste en saber observar. Howland es alguien para quien recabar
información a través de los sentidos, sobre todo de la vista y el oído, debe
ser una forma activa de estar en el mundo. No se trata tanto de registrar como
de cuestionar lo registrado. Nos lleva a las plazas públicas y a los rincones
privados, a las comunidades y a las familias, a los hospitales y a las calles, a
las bibliotecas y a las bodas, remitiéndonos a la pregunta constante de qué se
supone que es participar del mundo. No es casualidad que se la compare con
Lucia Berlin, con quien comparte generación y agudeza, aunque Howland se
permite más libertades formales que Berlin, deja, por momentos, que las
palabras corran con más energía, con una libertad de movimientos artísticos mayor
que las de su contemporánea.
Bette
Howland mantuvo una relación en vida con Saul Bellow que tal vez fuera la razón
que la llevó a tragarse un tubo de somníferos y de allí directa a un centro
psiquiátrico. Pasó un año en ese hospital, que dio pie al potente libro El
pabellón 3, también publicado en España por la editorial Tránsito. La
religión judía, y la comunidad judía, está muy presente en esta obra, por ser
la que conoció en vida, la que practicaban sus padres. Esta presencia, como
todo lo demás que aparece, es crítica: como si cualquier hecho, cualquier
sensación, estuviera a punto de superar a los personajes, a las personas,
amenazando con mortificar o anunciando buenos tiempos. En realidad, nos está
siempre llevando al límite emocional, porque la ciudad que ella recrea, de la
que es testigo, está demasiado viva. Para ello es necesario recortar la ciudad,
mostrándonos uno de sus límites: no estamos ante la gran pobreza ni ante las
clases acomodadas, nos encontramos con los colectivos que forman parte de los
perdedores, de los humillados y ofendidos, que buscan el mejor método para
salir del filo en el que se mueven sin dejar de ser ellos mismos. Hay compasión
por parte de Howland, pero también hay indicaciones acerca de la parte de
nosotros mismos que debemos cuestionarnos. Un buen territorio de esa región entra
dentro del ámbito de la familia. Cabe señalar que estas familias sobreviven con
el síndrome de Ulises, el de los inmigrantes, el de los desplazados, con su
estrés reactivo y con el intento de controlar el estrés que genera; con la
dificultad de cerrar un duelo por una pérdida que no se puede considerar
absoluta, porque la pérdida no implica la desaparición, sino que la impone la
distancia.
La
ciudad tan viva a la que nos lleva Howland implica cuestionarse, inevitablemente,
la identidad. Pero Howland tiene claro que existe una identidad de grupo, ese
en el que se encuentran quienes acuden en invierno a las bibliotecas públicas
para pasar el día dentro de un edificio caliente. Howland sabe que no es
necesario entregarse a lo desconocido para ir aprendiendo, para ir
descubriendo, que basta con prestar atención al entorno y a quienes pueblan ese
entorno. Ahí estarán las penas y alegrías, las vanidades y humillaciones, la
cortesía y el descaro, los afectos y rechazos, todo lo que conforma, en
definitiva, el material sobre el que construir una narración que nos importe.
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