El sentido del asombro
Rachel Carson
Traducción de María
Ángeles Martín R-Ovelleiro
Encuentro
Madrid, 2021
85 páginas
En la antigua Grecia la
instrucción se destinaba a los esclavos, en tanto que los hombres libres eran
educados según la paideia, que proviene de la palabra niño y es el
origen de lo que hoy conocemos como pedagogía. Tal vez no haya sido buena idea
transformar la paideia en una ciencia. De hecho, la instrucción que
recibían los esclavos se asemeja mucho a las fórmulas educativas actuales, las
más académicas, las que no han recibido ninguna reforma contundente desde la
época de la Revolución Industrial. Se forman alumnos como se extraía carbón o
se montaba un coche en una línea de trabajo fordiano. Carson propone olvidar el
contenido y atender al proceso. ¿Qué pretende, esencialmente, este proceso? Algo
tan sencillo como mantener una curiosidad purísima, la que uno necesita para
madurar, para crecer. Refugiarse en los datos que llamamos conocimiento, no
implican mejorar a la persona, y en lo que atañe a la madurez no cabe quedarse
estancado: si uno no progresa, retrocede, se hace cada día más pequeño.
Carson acude al bosque,
de la mano de un niño, para conversar con él, como conversaban los hombres
libres, los que se estaban formando como ciudadanos, en el ágora. Lo que sucede
es que la conversación con la naturaleza no es igual al diálogo socrático. Se
trata de un modo de conversar en el que uno se funde con el paisaje, convencido
de que el paisaje nos construye más de lo que creíamos. Como lo demuestran las
neurosis vinculadas al mundo urbano. Como lo ha demostrado Thoreau, Amy Liptrop
o Wendell Berry.
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