El teniente Gustl
Arthur Schnitzler
Traducción de Juan Villoro
Acantilado
Barcelona, 2006
60 páginas
8 euros
El rostro interior
¿Qué aspecto tendrá este teniente
Gustl que nos hace acompañarle a lo largo de una nouvelle tan interesante? Escrita en el año 1900, al abrigo de una
literatura europea que comenzaba a experimentar nuevas estrategias para conocer
la psicología de los personajes, que no perdían su rumbo humano pero erraban
por la superficie de este planeta, la propuesta que nos hace Schitzler, ese
gran autor vienés de quien, en buena hora, se acordaron los editores de El
Acantilado, se enmarca en lo que más tarde se llamará flujo de conciencia, o
monólogo interior, o de cualquier otra manera que, al parecer, Schnitzler no se
planteó mientras creaba esta obra, como se deduce de la naturalidad con que
está escrita.
Nos encontramos, de entrada,
encerrados en el interior del cráneo de un teniente errático, que ha perdido la
capacidad de concentración, y del que no llegaremos a tener una imagen, cosa que
terminaremos deseando. El individuo en cuestión, se preocupa en exceso por el
paso del tiempo, y dicha ansiedad provocará que su atención divague entre lo
conocido, lo posible, sus pareceres sobre cualquier cosa, la aparición en su
vida de un nombre… Todo expresado en tramos muy cortos, separados por puntos
suspensivos que invitan a pensar en la dificultad de llevar a ningún puerto una
serie de ideas, o a considerar que lo que le acontece en ese instante
interrumpe el rumbo de un pensamiento transformándolo en incoherente. Y así, le
resulta quimérico concentrarse en la música que está oyendo en el interior de
una iglesia, a la que ha acudido, en solitario, porque… Al igual que en
solitario abandona la iglesia y se dirige a su habitación, y se despierta varias
veces durante la noche y se levanta y se dispone a desayunar. Sin que en ningún
instante deje de expresar dudas acerca de sí mismo, pues sabemos, eso sí, que
tanta inquietud se debe a la obligación de acudir a un duelo al día siguiente.
Este militar, este mequetrefe,
cobarde hasta para plantearse el suicidio de una manera paradójica, genialmente
trazada por Schnitzler, certificando al lector que el personaje será tan
incapaz de cometerlo como de evitar pensarlo, en realidad nos orienta hacia la
pregunta imponderable de en qué piensa uno cuando piensa que debe saberse
muerto. Y lo comienza resolviendo, maravillosamente, con unos párrafos que de
manera inevitable se inician con una exclamación o con una interrogación, para
dar paso a una actuación que coordina tanto los movimientos del individuo como
la espiral de su obsesión que, también, a su modo, no deja de ser otra
actuación, un teatro dentro del cráneo de un majadero capaz de sorprenderse a
sí mismo de estar vivo, y de tener que pensar para sí para corroborarlo: “El
órgano… los cantos… Mmm… ¿qué es eso? Me estoy mareando… ¡Oh, Dios, Dios mío,
Dios mío! Quisiera hablar con alguien antes de que ocurra… ¿Qué pasaría si me
confesara?... Al padre se le saltarían los ojos si finalmente dijera:
“Reverendo, voy a matarme”… Lo que más me gustaría es acostarme en el suelo de
piedra y llorar sin remedio… No, ¡Uno no debe hacer eso! Pero a veces es tan
bueno llorar…”.
Estos son los peligros de
entender mal el honor, de un concepto rancio y peyorativo que, no por casualidad,
Schnitzler coloca en la cabeza de un militar de finales del siglo XIX. Dada la
brevedad de la obra, uno espera una sorpresa en las últimas páginas, al estilo
de los mejores relatos, y esta radica no en la resolución del problema del
teniente, aportado por el destino, sino en la explicación de la visita a la
iglesia con que comienza el libro. Es una buena idea leerlo para descubrirla.
Fuente: Tribuna/Culturas
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