miércoles, 25 de octubre de 2017

EL TENIENTE GUSTL

El teniente Gustl
Arthur Schnitzler
Traducción de Juan Villoro
Acantilado
Barcelona, 2006
60 páginas
8 euros

El rostro interior

¿Qué aspecto tendrá este teniente Gustl que nos hace acompañarle a lo largo de una nouvelle tan interesante? Escrita en el año 1900, al abrigo de una literatura europea que comenzaba a experimentar nuevas estrategias para conocer la psicología de los personajes, que no perdían su rumbo humano pero erraban por la superficie de este planeta, la propuesta que nos hace Schitzler, ese gran autor vienés de quien, en buena hora, se acordaron los editores de El Acantilado, se enmarca en lo que más tarde se llamará flujo de conciencia, o monólogo interior, o de cualquier otra manera que, al parecer, Schnitzler no se planteó mientras creaba esta obra, como se deduce de la naturalidad con que está escrita.
Nos encontramos, de entrada, encerrados en el interior del cráneo de un teniente errático, que ha perdido la capacidad de concentración, y del que no llegaremos a tener una imagen, cosa que terminaremos deseando. El individuo en cuestión, se preocupa en exceso por el paso del tiempo, y dicha ansiedad provocará que su atención divague entre lo conocido, lo posible, sus pareceres sobre cualquier cosa, la aparición en su vida de un nombre… Todo expresado en tramos muy cortos, separados por puntos suspensivos que invitan a pensar en la dificultad de llevar a ningún puerto una serie de ideas, o a considerar que lo que le acontece en ese instante interrumpe el rumbo de un pensamiento transformándolo en incoherente. Y así, le resulta quimérico concentrarse en la música que está oyendo en el interior de una iglesia, a la que ha acudido, en solitario, porque… Al igual que en solitario abandona la iglesia y se dirige a su habitación, y se despierta varias veces durante la noche y se levanta y se dispone a desayunar. Sin que en ningún instante deje de expresar dudas acerca de sí mismo, pues sabemos, eso sí, que tanta inquietud se debe a la obligación de acudir a un duelo al día siguiente.
Este militar, este mequetrefe, cobarde hasta para plantearse el suicidio de una manera paradójica, genialmente trazada por Schnitzler, certificando al lector que el personaje será tan incapaz de cometerlo como de evitar pensarlo, en realidad nos orienta hacia la pregunta imponderable de en qué piensa uno cuando piensa que debe saberse muerto. Y lo comienza resolviendo, maravillosamente, con unos párrafos que de manera inevitable se inician con una exclamación o con una interrogación, para dar paso a una actuación que coordina tanto los movimientos del individuo como la espiral de su obsesión que, también, a su modo, no deja de ser otra actuación, un teatro dentro del cráneo de un majadero capaz de sorprenderse a sí mismo de estar vivo, y de tener que pensar para sí para corroborarlo: “El órgano… los cantos… Mmm… ¿qué es eso? Me estoy mareando… ¡Oh, Dios, Dios mío, Dios mío! Quisiera hablar con alguien antes de que ocurra… ¿Qué pasaría si me confesara?... Al padre se le saltarían los ojos si finalmente dijera: “Reverendo, voy a matarme”… Lo que más me gustaría es acostarme en el suelo de piedra y llorar sin remedio… No, ¡Uno no debe hacer eso! Pero a veces es tan bueno llorar…”.
Estos son los peligros de entender mal el honor, de un concepto rancio y peyorativo que, no por casualidad, Schnitzler coloca en la cabeza de un militar de finales del siglo XIX. Dada la brevedad de la obra, uno espera una sorpresa en las últimas páginas, al estilo de los mejores relatos, y esta radica no en la resolución del problema del teniente, aportado por el destino, sino en la explicación de la visita a la iglesia con que comienza el libro. Es una buena idea leerlo para descubrirla.


Fuente: Tribuna/Culturas

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