Tormenta
de polvo fino
Carlos
Fortea
Nota
al margen
Madrid,
2025
210
páginas
En
ocasiones, la historia se convierte en una máquina de picar carne. Para ello no
es necesario participar de una gran matanza, estar en el centro de una guerra o
un genocidio. La carne que se pica puede ser la propia, pero sin necesidad de
perder ningún miembro por el camino. Basta con que la situación por la que uno
atraviesa, condicionada por la situación por la que atraviesa el entorno, te
destroce por dentro. Vivir no es fácil, pero en ocasiones es una faena
terrible, algo casi imposible, nadar en el barro con la nariz apenas asomando lo
suficiente como para inhalar el aire con el que sobrevivir. Una de las pocas
formas que existen de hacer un aquelarre propio para conjurar a los fantasmas,
y comenzar a sospechar que algo hay que rescatar de esos trances, es convertir
en narración los sucesos. Lo supieron bien los cineastas del neorrealismo, que
nos mostraron que de lo que se trata es de poner sobre la mesa la humanidad de
los protagonistas. De eso se trata, de dar sentido a tanta humanidad, de
recordar que esos para los que la vida fue tan difícil no podían dejar de
intentar vivir.
Cuando
el narrador está un poco alejado, pero quiere implicarse con una intensidad
casi física, crea una obra bajo la premisa de la pregunta ¿qué es lo que nos
construye? Eso sucede en esta Tormenta de polvo fino, de Carlos Fortea
(Madrid, 1963), en la que se nos traslada a varios momentos de la historia, en
una estructura de acciones paralelas, en los que vivir fue más que difícil: fue
un trance crítico. A través de los personajes aprendemos sobre la memoria social
y cultural de un país, pero también sobre la humanidad de ellos, sobre su
memoria, su educación sentimental, sus deseos, sus flaquezas y sus valores.
Porque uno de los grandes méritos de esta novela es la de hacernos partícipes
de aquella parte de lo aprendido que es común, pero también irnos indicando que
existe lo propio, aquellas cosas que uno va aprendiendo y que son únicas para
cada uno de nosotros, para cada uno de los personajes. La intención de todo
esto no es tanto la de instruirnos acerca de lo que fue, como la de llamar la
atención del lector para indicarnos de dónde venimos. Tenemos derecho a
quejarnos cuando alguien nos pisa, pero ha habido etapas muy feas, muy oscuras,
por las que navegaron amores y penas. Puede que la historia sea pesada,
pesadísima, pero los dramas siempre son del tamaño de los hombres.
Lo
que cabe agradecer a Fortea es que a la hora de explicarnos todo esto, es decir,
a la hora de traducirlo a palabras, muestre una serenidad que se nos antoja
consuelo. Hay que poner voz a quienes obligaron a mantenerse callados, pero no
conviene hacerlo con tono de odio, con malestar. Lo que de verdad agradecemos
es que alguien se preocupe por indicarnos que, a pesar de todo, podemos estar
descansados, que la rebelión no es lo mismo que la ira. Cuando uno anda
trabajando entre viejos libros, abriendo viejas páginas, lo que se levanta entre
los dedos es una pequeña tormenta de polvo fino. Mientras tanto, ahí, afuera, hay
que mantenerse crítico con lo que hacen con el poder quienes lo ostentan. El
equilibrio es una tarea complicada de la que Carlos Fortea sale con un saber
hacer magistral.
