Fuente: Culturamas
El fin del mundo
Boualem
Sansal
Traducción
de Wenceslao-Carlos Lozano
Seix
Barral
Barcelona,
2016
271
páginas
De
la imaginación de George Orwell nació el gran ojo que no deja de observarte y
registrar lo que estás haciendo. De la de Boualem Sansal (Argelia, 1949) nace
la de los ojos que no ven el horizonte. Marchen lo que marchen, miren hacia
donde miren y hasta con los párpados cerrados, no alcanzarán jamás ese
horizonte donde está la frontera que separa el manicomio del paraíso. O la
cárcel, del tamaño de un continente, de lo que sea que quede al otro lado del
muro, donde habrá algo más de libertad, se supone, a la hora de cocer el pan.
El mundo que crea en esta distopía, que denuncia los fundamentalismos
religiosos dictando el devenir de los estados, la previsión de paisajes al
estilo Mad Max y la convicción de que
los cuerdos acabarán encerrados, es un mundo sin oxígeno, sin opciones para
mirarse en el espejo de la ilusión.
Hay
tanto de políticamente incorrecto como de políticamente correcto en la novela:
las aberraciones que no están más lejos de la fantasía que de la realidad, solo
se pueden catalogar como psicopatías, sociopatías o politopatías, por utilizar
un neologismo adecuado. El que participe de las politopatías será un integrado.
Denunciar la mala marcha del planeta es lo correcto, política, moral y
sentimentalmente. Lo que no debemos confundir es la atribución de la ficción, o
de la proyección, a una religión concreta. Todas han dictado, al llegar a su
extremo, que el mundo se divide en humanos e inhumanos. Y los humanos siguen el
libro y al líder sagrado. Odiar otra forma de humanidad que no sea la que ellos
proponen, es odiar la vida, así, en un grado universal.
El
personaje principal de la novela, Ati, es más un observador que un
protagonista: su intervención apenas modifica los sucesos. El estado es mucho
más fuerte que él, y hace tiempo que echó a rodar, hasta coger la velocidad y
el grosor de una bola de nieve cayendo por una pendiente de varios kilómetros.
Sólo la tuberculosis, de la que Ati se está recuperando, incomoda el equilibrio
del estado, pues impide la previsión organizada del control de la población.
Por otra parte, la coordinación del estado, sus sistemas de represión y
convicción, se asemejan a los que Michael Moore diseñó para V de Vendetta. En incluyen la imposición
de una lengua prefabricada, pobre, de tal manera que al individuo le resulte
imposible elaborar ideas complejas. Es decir, nada más sencillo que el clásico
truco del borrego.
Como
no podía ser menos, al igual que cualquier imperio en la historia, es preciso
crear un enemigo. En este caso, será un país fronterizo, cuya existencia real
desconocemos. Nadie de los que pasa por las páginas de la novela parece haberlo
pisado. De hecho, desconocen dónde están las fronteras, porque nadie las ha
visto. Negar el ojo del individuo es la transcripción del Bigeye de Orwell. La ceguera, la guerra, la negación de humanidad
al enemigo, la destrucción de los libros para que, de este modo, la historia
comience con el profeta, y la única presencia de un libro violento y
autoritario, que se memoriza, no se debate, son recursos clásicos. Sansal los
maneja con inteligencia, no permitiéndonos respirar durante la lectura.
Nosotros también estamos amenazados por un peligro inminente que nunca vemos,
como el protagonista de Esperando a los
bárbaros atrapado en la fortaleza Bastiani: la verdad tiene que aparecer en
algún momento, y no sabemos si algún día nos cansaremos de preguntar por ella.
Frente a los dogmas de fe, a ese ritmo que nos atrae en la lectura, asoman
algunos apuntes de la apuesta por amar las pequeñas cosas de la vida. Las
religiones han apostado fuerte por el miedo a la muerte para su expansión.
Sansal lo denuncia con desasosiego. Pero quien se atreve a denunciarlo con
tanta imaginación es porque adora, precisamente, la imaginación. Y vivir sin
imaginar es menos vida.
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