La
canción de las máquinas y otros artículos
Sherwood
Anderson
Traducción
de Alberto Haller
Barlin
libros
Valencia,
2024
155
páginas
Preocupado
por la deriva a que nos lleva la industrialización, Sherwood Anderson (Ohio, 1871
– Panamá, 1941) visita una gran fábrica, un telar, y se deja llevar por las
emociones. Es decir, deja que fluyan las ideas y así va reuniendo en su cabeza
y sobre el papel la denuncia de una maldición. Estamos en 1930, pero vale decir
que apenas hay que actualizar lo que él comenta, excepto por el hecho de que
ahora existe internet y el poder financiero ha llegado a ocupar más del noventa
por ciento del poder económico. No interesa tanto lo productivo como lo
especulativo. Pero eso tampoco es fundamental, porque hoy, como en la época de
Anderson, el trabajador necesita un trabajo y la representación paradigmática
del mismo sigue siendo la fábrica. Anderson compone un libro breve, intenso,
que contiene una dosis de poesía que nos sorprende: el gusto por la frase y la
sonoridad está afectado por la entrega al mundo industrial, a las máquinas y
los productos. En buena medida, a lo que más se asemeja La canción de las
máquinas es a la canción protesta: «Pero nosotros no perseguimos a la
felicidad. Perseguimos a esa pareja de rameras: el dinero y el éxito».
Se
nos está hablando de una distopía cumplida, en la que conviene aclarar que la
separación por géneros es lo que nos da esperanza, pues a juicio de Anderson
son los hombres quienes están entregados a la industrialización, las víctimas
que pierden humanidad, mientras que a las mujeres todavía no les ha afectado,
no se ven humilladas con igual intensidad por lo moderno, que se dedica a
arrebatar de todo. En consecuencia, invoca a la fuerza de las mujeres —el
título de la obra en inglés es Perhaps Women—, a su vigor, considerando
que son ellas las que pueden salvar a la civilización americana de las
consecuencias de entregarse a las máquinas. Es importante señalar que el ámbito
de denuncia es la sociedad americana, ese lugar donde «se ha sacralizado a
través de la ley y de nuestra manera de pensar la noción de propiedad privada»,
a lo que añade Anderson: «¡Qué idea tan estúpida! Solo la vida es sagrada».
Cabe completar el cuadro con la capa de la publicidad, que termina de dar forma
a la vida que critica nuestro autor, condicionada por una conciencia que tiene
mucho de acuerdo social y que nos lleva a la insensibilidad, lo cual es tanto
como decir a la cobardía. En algún momento reproduce parte del contenido de una
carta que recibe de un trabajador de una fábrica, en la que este asegura que un
campesino europeo «bronceado, fornido e independiente, comparado con nosotros,
parece alguien muy superior, pues somos criaturas que lo único que tenemos es
el menosprecio de nuestros patronos».
La
palabra que utiliza Anderson para significar la punta de la pirámide de la
organización social es poder, pero aquí bien podríamos sustituirla por codicia,
que en buena medida es sinónimo de poder. Cuando recurre al sustantivo
patronos, nos remite, voluntariamente, a la esclavitud, que ahora no depende
solo de alguien que ostente el mando, sino que también sirve al «oscuro
propósito de la moderna y desmedida pasión por las cosas bien hechas». El
producto que brota del telar es un producto impecable, mejor que si tuviera un
origen artesanal.
«El
hombre moderno está perdiendo hoy en día su masculinidad ante el imperio de las
máquinas», nos advierte al principio del libro, donde confiesa sin ambages las
intenciones de su escrito, y también la posibilidad que tenemos de salvación,
en el que tal vez sea el párrafo más hermoso de esta interesantísima obra: «Lo
que merezca salvarse de la máquina en la que viajé desde Chicago a Miami
atravesando ríos, pueblos, ciudades, campos y bosques; todo aquello que pueda
reutilizarse irá de nuevo a las grandes fábricas. Se fundirá y convertirá en
nuevas máquinas. Rugirán y volarán y se pondrán en marcha. Por el contrario, lo
que merezca salvarse de mí abonará una plantación de maíz o la raíz de un
árbol».
Fuente: Zenda
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