sábado, 14 de marzo de 2020

BAJOTIERRA


Bajotierra
Robert MacFarlane
Traducción de Concha Cardeñoso Sáenz de Miera
Literatura Random House
Barcelona, 2020
511 páginas


“Me acuerdo de la primera palabra inuit que oí en el norte de Canadá: ilira, que significa “sensación de miedo y respeto”, referida a la percepción del paisaje. Sí, eso es lo que siento aquí: ilira. Me reconforta”.
Si existe una sensación común a todo proyecto vital, un lugar en el que todos deseamos terminar nuestros días, esa es la de sabernos reconfortados. Eso supone, claro está, que en algún momento respiramos el bienestar, que es algo muy semejante al descanso. El proyecto literario de Robert MacFarlane (Halam, Inglaterra, 1976) no cesa de ser un reencuentro con lo que nos puede hacer más felices, siempre y cuando no entendamos la felicidad como una embriaguez. Se asemeja al descanso, pero se trata de un descanso natural, integrado en lo más puro que ofrece el mundo, esa ventura que se identifica con las montañas, con las viejas sendas, con la naturaleza virgen. Y hasta con lo que se esconde en el lugar al que atribuimos los infiernos, que es el subsuelo. Bajotierra es una maravillosa indagación acerca de los territorios bajo nuestros pies, en los que MacFarlane es capaz de encontrar, y explicar, nuevas formas de libertad. Y lo hace con una mezcla de sinceridad e ingenuidad, de ciencia y sabiduría, que nos resultará imposible contradecirle.
Durante su visita a una mina, comprobaremos que rinde una adoración por lo científico que, con un estilo impecable, entronca con la lírica. Explica cada dato, cada detalle, cada conocimiento que va adquiriendo, como si descubriera la penicilina y la literatura infantil al mismo tiempo. Su curiosidad no puede ser más sencilla, ni sus ganas de compartir los hallazgos. Como el de la red subterránea de comunicación entre árboles, a través de los hongos, que convierten al bosque en una colonia empática: se transmiten tanto el sufrimiento como las moléculas, nutrientes, para una posible curación. Da la sensación de estar hablando acerca de la inteligencia de los hongos, al mismo tiempo que de la sensibilidad de la naturaleza, de algo que, a falta de otro término, es la certificación de Gaia. Para comprobar esta intuición se han utilizado y seguido distintos isótopos, pero en las palabras de MacFarlane, hasta esa prueba abandona el frío de la ciencia para integrarse en el calor de la pasión y el confort del amor. El bosque bajo tierra tendrá la magia de lo inexplicable, esa que crea mitos y leyendas.
Más extraño resulta el episodio que parte de lo que se esconde bajo el suelo de París. En las anteriores obras de MacFarlene, las obras de la civilización humana apenas aparecían como un paraje al fondo o, para ser más exactos, como eso que nos arriesgamos a ver si miramos por encima del hombro. Pero aquí, gracias al cúmulo de años que ha ido apresando a las cuevas, las catacumbas, las alcantarillas, la sensación que se transmite es la de igualar a la naturaleza por el efecto de la memoria. A la hora de la verdad, la memoria es todo para MacFarlane. Indaga en las nuevas versiones de la realidad, sí, en la lucha contra el deterioro que el hombre provoca, y cuestiona una y cien veces el concepto maldito de Antropoceno. Pero el pasado contribuye a igualar la acción humana con la acción de la naturaleza. El tiempo oculta el malestar y entrega una ciudad de fábula. Fabuloso es, también, el paisaje calcáreo, donde practicará espeleología y descensos, en esos lugares en los que el tiempo y los agentes del tiempo -el agua, el viento, la roca moldeable, todo lo que sea erosión y movimiento-, han contribuido a hacer del paisaje un lugar en evolución continua. De ahí que elija este tipo de roca, propia del norte de Italia y de los Balcanes, sobre la que se tallan algunas de las estampas más hermosas del planeta, algunos de los lugares que cualquier niño dibujaría si se le preguntara cómo es el sitio donde le gustaría vivir.
Y, finalmente, MacFarlane viaja al hielo. Se enamora del subsuelo glaciar, ese que está transformándose en el registro de cómo se ha ido modificando el planeta. Y al tiempo que nos habla de los estratos y lo que guardan los estratos, las burbujas del pasado que nos indicarán cómo era la atmósfera miles y millones de años atrás, se entrega a la amistad de quienes combaten por la supervivencia: gente dedicada a romper las cadenas del petróleo, tanto por su impacto en el lugar, con espantosas plataformas dañinas para en entorno, como por el mundial, con sus consecuencias para el cambio climático.
De hecho, MacFarlane posee una extraña habilidad para encontrarse con buena gente, una habilidad que resulta más difícil de comprender cuando uno se da cuenta de cómo es capaz de extraer lo mejor, lo más beneficioso, lo más reconfortante, de la soledad. Ahí están sus descripciones, en las que paisaje y memoria se reúnen para ampliar sentidos en lugar de anclar certezas. Esas descripciones en las que se combina la inocencia y lo contrario a la inocencia, pues sin ser moralista, MacFarlene nos indica qué ruta deberíamos seguir para alcanzar un tono sereno de libertad. El mismo que él se empeña en seguir, sin que en ningún momento se mencione el teléfono móvil, pero sí cuánto echa de menos a sus hijos; sin que se hable de internet o redes sociales, pero sí sobre las pequeñas exploraciones a pie y por entornos no necesariamente lejanos; sin que se mencionen plataformas de comunicación, pero se hable de lecturas incondicionales, de poetas que supieron resolver la pregunta básica del existencialismo: la vida sí merece la pena. Y así va desarrollándose esta fantástica obra sobre las relaciones entre el paisaje y el corazón humano, que es el tema de toda la literatura de uno de los mejores escritores del siglo XXI.


Fuente: La línea del horizonte

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