Bajotierra
Robert
MacFarlane
Traducción
de Concha Cardeñoso Sáenz de Miera
Literatura
Random House
Barcelona,
2020
511
páginas
“Me acuerdo de la primera palabra inuit que oí en el norte de Canadá: ilira, que significa “sensación de miedo y respeto”, referida a la percepción del paisaje. Sí, eso es lo que siento aquí: ilira. Me reconforta”.
Si
existe una sensación común a todo proyecto vital, un lugar en el que todos deseamos
terminar nuestros días, esa es la de sabernos reconfortados. Eso supone, claro
está, que en algún momento respiramos el bienestar, que es algo muy semejante
al descanso. El proyecto literario de Robert MacFarlane (Halam, Inglaterra,
1976) no cesa de ser un reencuentro con lo que nos puede hacer más felices,
siempre y cuando no entendamos la felicidad como una embriaguez. Se asemeja al
descanso, pero se trata de un descanso natural, integrado en lo más puro que
ofrece el mundo, esa ventura que se identifica con las montañas, con las viejas
sendas, con la naturaleza virgen. Y hasta con lo que se esconde en el lugar al
que atribuimos los infiernos, que es el subsuelo. Bajotierra es una
maravillosa indagación acerca de los territorios bajo nuestros pies, en los que
MacFarlane es capaz de encontrar, y explicar, nuevas formas de libertad. Y lo
hace con una mezcla de sinceridad e ingenuidad, de ciencia y sabiduría, que nos
resultará imposible contradecirle.
Durante
su visita a una mina, comprobaremos que rinde una adoración por lo científico
que, con un estilo impecable, entronca con la lírica. Explica cada dato, cada
detalle, cada conocimiento que va adquiriendo, como si descubriera la penicilina
y la literatura infantil al mismo tiempo. Su curiosidad no puede ser más sencilla,
ni sus ganas de compartir los hallazgos. Como el de la red subterránea de comunicación
entre árboles, a través de los hongos, que convierten al bosque en una colonia
empática: se transmiten tanto el sufrimiento como las moléculas, nutrientes,
para una posible curación. Da la sensación de estar hablando acerca de la
inteligencia de los hongos, al mismo tiempo que de la sensibilidad de la
naturaleza, de algo que, a falta de otro término, es la certificación de Gaia.
Para comprobar esta intuición se han utilizado y seguido distintos isótopos,
pero en las palabras de MacFarlane, hasta esa prueba abandona el frío de la
ciencia para integrarse en el calor de la pasión y el confort del amor. El
bosque bajo tierra tendrá la magia de lo inexplicable, esa que crea mitos y
leyendas.
Más
extraño resulta el episodio que parte de lo que se esconde bajo el suelo de
París. En las anteriores obras de MacFarlene, las obras de la civilización humana
apenas aparecían como un paraje al fondo o, para ser más exactos, como eso que
nos arriesgamos a ver si miramos por encima del hombro. Pero aquí, gracias al
cúmulo de años que ha ido apresando a las cuevas, las catacumbas, las
alcantarillas, la sensación que se transmite es la de igualar a la naturaleza por
el efecto de la memoria. A la hora de la verdad, la memoria es todo para
MacFarlane. Indaga en las nuevas versiones de la realidad, sí, en la lucha
contra el deterioro que el hombre provoca, y cuestiona una y cien veces el
concepto maldito de Antropoceno. Pero el pasado contribuye a igualar la acción
humana con la acción de la naturaleza. El tiempo oculta el malestar y entrega
una ciudad de fábula. Fabuloso es, también, el paisaje calcáreo, donde practicará
espeleología y descensos, en esos lugares en los que el tiempo y los agentes
del tiempo -el agua, el viento, la roca moldeable, todo lo que sea erosión y
movimiento-, han contribuido a hacer del paisaje un lugar en evolución continua.
De ahí que elija este tipo de roca, propia del norte de Italia y de los
Balcanes, sobre la que se tallan algunas de las estampas más hermosas del
planeta, algunos de los lugares que cualquier niño dibujaría si se le preguntara
cómo es el sitio donde le gustaría vivir.
Y,
finalmente, MacFarlane viaja al hielo. Se enamora del subsuelo glaciar, ese que
está transformándose en el registro de cómo se ha ido modificando el planeta. Y
al tiempo que nos habla de los estratos y lo que guardan los estratos, las burbujas
del pasado que nos indicarán cómo era la atmósfera miles y millones de años
atrás, se entrega a la amistad de quienes combaten por la supervivencia: gente
dedicada a romper las cadenas del petróleo, tanto por su impacto en el lugar,
con espantosas plataformas dañinas para en entorno, como por el mundial, con sus
consecuencias para el cambio climático.
De
hecho, MacFarlane posee una extraña habilidad para encontrarse con buena gente,
una habilidad que resulta más difícil de comprender cuando uno se da cuenta de
cómo es capaz de extraer lo mejor, lo más beneficioso, lo más reconfortante, de
la soledad. Ahí están sus descripciones, en las que paisaje y memoria se reúnen
para ampliar sentidos en lugar de anclar certezas. Esas descripciones en las
que se combina la inocencia y lo contrario a la inocencia, pues sin ser moralista,
MacFarlene nos indica qué ruta deberíamos seguir para alcanzar un tono sereno
de libertad. El mismo que él se empeña en seguir, sin que en ningún momento se
mencione el teléfono móvil, pero sí cuánto echa de menos a sus hijos; sin que
se hable de internet o redes sociales, pero sí sobre las pequeñas exploraciones
a pie y por entornos no necesariamente lejanos; sin que se mencionen
plataformas de comunicación, pero se hable de lecturas incondicionales, de
poetas que supieron resolver la pregunta básica del existencialismo: la vida sí
merece la pena. Y así va desarrollándose esta fantástica obra sobre las
relaciones entre el paisaje y el corazón humano, que es el tema de toda la
literatura de uno de los mejores escritores del siglo XXI.
Fuente: La línea del horizonte
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