Luna Chilanga
Javier
Molina
Tandaia
Santiago
de Compostela, 2018
210
páginas
Lo
más terrible de la muerte es que la gente desaparece. La sentencia podría
replicarse y reproducirse con infinidad de variaciones. Bastaría con decir que
lo más terrible de las desapariciones es que equivalen a la muerte. Pero el
impacto sigue siendo el mismo: saber que no volverás a encontrarte con alguien
al que le dedicaste tanto cariño, es un escollo insuperable. Ni siquiera una
novela te rescata del infierno. No hay catarsis posible. Solo cabe aprender a
vivir con ello. Y eso duele. Eso es algo que Javier Molina (Madrid, 1983) ha
experimentado en carne propia y en carne ajena. Y si uno es algo compasivo, si
padece con el otro, llegará a estremecerse tantas veces como sea testigo del
dolor de los que quieren a los desaparecidos. Afincado a grandes temporadas en
México, dedicándose a varios trabajos, Molina es uno de los cronistas que ha
sido testigo de las desapariciones brutales de las mujeres mexicanas. Al final
de la novela se exponen los datos y se explica que no es un fenómeno único, que
es una mancha que se va extendiendo. Pero Molina sabe que las cifras no nos
afectarán de la misma manera que los nombres. Que una muerte es un asesinato y
un millón es estadística, es algo que nos explicó Stalin. Pero un asesinato,
más otro, más otro, hasta sumar la cifra de un millón, son demasiados
asesinatos. Como los de las 2.746 mujeres a las que se privó de la respiración
en el año 2016.
Esta
novela es la historia de amor entre la joven Luna y un profesor español
afincado en Ciudad de México. La primera parte del relato transcurre en la
noche de la ciudad, con mucho alcohol, mucho baile y mucha marihuana. Se nos
habla desde la voz del profesor, que también dedica sus horas al periodismo o
ser actor de reparto, quien convive con su novia en una relación demasiado
abierta, un tanto dañina. Como daño le va haciendo la obsesión por Luna, su
amante, a quien adora a pesar de su cabeza hueca o, precisamente, por entender
que la locura equivale a un espíritu libre, libérrimo. No pierde la compostura
el narrador, que mira todo desde una distancia que nos hace creíble la
historia: tal vez no sea con certeza autobiográfica la obra, pero no dudamos,
durante la lectura, que podría serlo. Se vale, además, de unos diálogos cortos
en los que la acción no avanza, pero se transforman los personajes. Y también
de un lenguaje mestizo, en el que resuenan los giros propios de los mexicanos,
la jerga de la calle, a veces entrecomillada, en un gesto que no sería
necesario y que es la única pega que cabe tacharle a esta novela. Por lo demás,
todo es un acierto: un esbozo de un mundo dentro del mundo mexicano que nos
deja con más intriga que seguridades, una especie de ilusión de la que nos
gustaría conocer más.
La
segunda parte de la novela es un brillante tirón de oficio narrativo. Se trata
de una crónica personal, poco importa cuánta dosis de realidad haya en ella,
sobre la búsqueda de la desaparecida. El profesor intenta llegar allí donde la
policía no ha prestado atención, y en base a ciertos testimonios y mucha
imaginación, nos describe el calvario por el que pasan los que quieren a las
miles de mujeres desaparecidas. El pulso es de crónica, un género que permite a
Molina guardar la distancia que no puede conservar el narrador, demasiado
implicado en las emociones. Es posible que este sea un hecho real, pero eso
poco importa. La realidad se alimenta de la ficción, así como la ficción se
alimenta de la realidad. Lo que impacta es que sea creíble, y Javier Molina ha
ejecutado un acto de verosimilitud de la suficiente altura como para dejarnos
inquietos.
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