La memoria del aire
Caroline
Lamarche
Traducción
de Raquel Vicedo
Tránsito
2018
308
páginas
Lo
importante no es lo que uno vive, sino aquello que nos distingue, aquello que
uno siente sobre lo que uno vive. El acto puede ser el mismo, incluso el
impulso recibido, la emoción, pero en la transformación de ésta en sentimiento
es donde nos distinguimos. Y vivir casi cualquier suceso, por muy cotidiano que
resulte, no tiene por qué ser sencillo. Vivir supone un esfuerzo, transportar
una carga. Tal vez sea cierto, como apuntan los maestros de meditación, que el
pasado no exista, pero de algún lugar venimos, algo nos ha construido. No todo
lo que somos viene de serie. Sobre el humus en el que se ha sembrado y las
semillas que cayeron, trata este libro, La
memoria del aire, de título tan significativo: el aire o se está quieto o
es viento, que es la forma más palpable de reconocerlo. En cualquier caso, lo
respiramos sin percibir qué materia está entrando en nuestro cuerpo.
Es
fácil suponer que nos encontramos frente a un libro introspectivo, de
intenciones hasta cierto punto poéticas. Sobre todo a lo largo de la primera
parte del volumen, en la que la narradora parece dispuesta a relatar, pero no
aparece un hilo narrativo. Sí uno sentimental, en el que se convive con la
propia muerte y con el sexo, en el que se apunta hacia la tentación suicida,
pero en ningún momento llega a asomarse a ese abismo. Son prosas en la que se
vive y se come ceniza, por utilizar la expresión de Caroline Lamarche. “No
estoy hecha de mármol ni de goma ni de jabón ni de nube”, llega a expresar,
reconociendo la dificultad para conocerse a uno mismo, por encima de las convicciones
sobre lo que somos. Hacia el final de esta primera parte se comienza a
mencionar más de cerca lo que ha supuesto en ella una relación de pareja, con
un hombre al que ella juzga por los vínculos con su madre. No haber soltado
amarras con el puerto de la madre, parece ser, condiciona su forma de estar en
el mundo y, por supuesto, sus relaciones de pareja.
Así
es como ella entra en el hábito de la tristeza, que llega a confesar como
inapelable por un suceso traumático que ha callado. Su condición básica es la
de la duda. No cae en el victimismo y sin hacerlo explícito se pregunta hasta
qué punto ella no tiene culpa por no haber resuelto nada de su pasado, o al
menos de los traumas de su pasado. Y así aguanta porque “no se presenta una
denuncia contra un hombre frágil, desde siempre los seres excepcionalmente
inteligentes y sensibles han sido violentos”, se dice, antes de mencionar el
drama del niño superdotado, un drama del que, por otra parte, ella no es
responsable ni tiene por qué sufrirlo. Pero de nuevo surge la dicotomía acerca
del amor que expresó Cernuda: es una tensión entre la realidad y el deseo. Y
Lamarche en este libro desea mucho, quiere mucho y convive, por tanto, mucho
con la tristeza de la realidad.
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