Soñábamos
una isla
Roc
Casagran
Traducción
de Amàlia Medina
Navona
Barcelona,
2025
247
páginas
El
vacío ha llegado a convertirse en la suprema aspiración de serenidad y belleza.
Dentro del vacío no hay nada. Lo imaginamos lleno de aire, como se llena de
aire los pulmones, pero lo que nos dictan es que no debería haber ni eso. Nada.
Es decir, lo mismo que recordamos que había antes de que naciéramos. Y lo que
sucede es que vivir es, por encima de todas las cosas, muy incómodo. Estamos en
guerra contra el planeta y el terror se apodera de nosotros cuando vemos una
multitud. No hemos dejado de llevarnos todo por delante, desde el día que nos bajamos
del árbol y agarramos una rama para atizar a otro mono en el cogote. Pero no
solo existen estos grandes desastres, en los que nos sabemos protagonistas y
podemos incluso llegar a presumir de ellos. Están, también, esas pequeñas
tragedias con las que vamos llenando nuestros días, esas que no suceden mucho
más allá de nuestra piel y que la afectan, lo cual no deja de tener su
importancia, dado que la piel es el más grande de nuestros órganos. Como aquí
no cabe acudir al vacío, lo que hacemos es intentar la reconciliación. Somos
memoria, y es ahí donde debe suceder esa reconciliación, que nos dará un poco
de serenidad y belleza.
Ese
es el fundamento de la voz que nos habla en esta novela, Soñábamos una isla, la
de una mujer consciente de estar escribiendo y que ese esfuerzo tenga un
fundamento: al otro lado está la persona con la que ha venido compartiendo los
días y las noches, a la que pretende hacer llegar el mensaje. La narradora va
revisando su vida y va revisando su relación, mientras no deja de preguntarse,
sin que la pregunta se forje de forma explícita, si todo esto ha merecido la pena.
Pero antes de emprender esa tarea, debe reconciliarse con su madre, pues junto
a ese adulto no tuvo una infancia fácil. Para eso se ayuda de islas, lugares
alejados, extravagantes, aterradores a la vez que atractivos, que parecen
sacados de los libros de Alastair Bonnett. Las islas son utopía y también
crónica del desastre. Las islas sirven para expresar el deseo de aventuras, de
conocer lo lejano, que es único, porque lo que sucede en esa isla no puede
estar sucediendo en ningún otro lugar. Y esos deseos son necesarios, porque nuestras
posibles pasiones se nutren de deseos.
La
novela, como se puede ir deduciendo, contiene un poco de existencialismo, en
una dosis que no aturde y que puede pasar desapercibida. Se trata de esa
cuestión, sobre si la vida merece la pena, pero expresara como lo haríamos
cualquiera mientras paseamos por la Gran Vía. ¿Cuál es el sentido de la vida?
Nos preguntaríamos. Y nos olvidaríamos, como se olvidan los personajes de la
obra, de que hay que enamorarse de la vida, y no de su sentido. Eso nos lleva a
vernos reflejados en cualquier otra persona, a ver reflejada nuestra relación
en cualquier otra relación, y nuestra familia en cualquier otra familia.
Mientras tanto, los días no dejan de ir cayendo, de ir sumándose, o restándose,
y a lo largo del tiempo nuestra vida no deja de ser como un autobús urbano, al
que no dejan de subir personas, de variado pelaje, y de bajarse la gente a la
que echaremos de menos. Así va trazándose el itinerario de la mujer que nos
habla, que se expresa con cierto costumbrismo para facilitar que cualquiera de
nosotros nos sintamos identificados con ella. La cercanía será el principal
valor de esta novela.

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