Pasaje
al norte
Anuk
Arudpragasam
Traducción
de Celia Montolio
Nota
al margen
Madrid,
2025
277
páginas
No
es difícil rastrear alguna influencia europea en esta novela que con tanto
cuidado ha escrito Anuk Arudpragasam (Colombo, Sri Lanka, 1988): «cuando
comprende que en realidad nunca se puede tocar el horizonte porque la vida siempre
continúa, porque cada momento se diluye en el siguiente y aquello que se
pensaba que era el horizonte de la propia vida, fuera lo que fuera, al final
resulta ser siempre otro trozo más de tierra». La cita no es la frase completa,
sino el último trozo de una que arranca bastante más arriba. Encontrar un libro
escrito con frases largas, que buscan la emoción, el retrato interior que es, a
la vez, el reflejo de la realidad, es muy de agradecer, pues el mundo literario
está lleno de gente escribiendo la misma frase corta que intenta únicamente la
potencia. Para un lector europeo, la remisión a Proust es clara. El libro está
escrito desde un narrador omnisciente, que acompaña al protagonista en lo que
hace, en lo que piensa y, sobre todo, en lo que siente. Está dentro de él, como
lo están los narradores de Virginia Woolf.
La
novela contiene un proyecto estético, pues el autor trata de acomodar esta
forma de narrar a un país, Sri Lanka, que acaba de superar una guerra. Así
pues, la pregunta que permanece a lo largo de la obra es de qué se puede llenar
una vida cuando lo que uno pisa es el paisaje después de la batalla. Para ello Arudpragasam
construye un relato dividido en tres partes, como una sinfonía: la primera dedicada
a hablar de las raíces del protagonista; la segunda versará sobre el descubrimiento
en un viaje que le llevará a Delhi, donde encontrará el amor; la tercera es un
regreso al lugar de origen, y la narración tendrá lugar debido al empuje de la
muerte y la situación de duelo. «Se la había imaginado impresionada al
enterarse de todo lo que había visto y hecho, al comprobar cuánto había
mejorado su comprensión de sí mismo y del mundo»: esa lección, que en un
momento expone de forma explícita, es la esencia sobre la que se mueve la ética
de esta novela. No deberíamos dejar de caminar y caminar supone aprender. Y
para ello no hace falta una vida épica, pues basta lo cotidiano, detenernos en
la rutina y observar lo que contiene y lo que sobresale de ella. Lo familiar es
tan reseñable como lo heroico. De hecho, apenas cabría lugar a la búsqueda de
la belleza, que es a lo que nos lleva el autor, de no ser porque en la vida
diaria no cesan de brotar resistencias, dificultades.
Es
fácil deducir que nos encontramos ante una novela en la que hay más descripción
que acción. No se trata tanto de que acompañemos los pasos del joven
protagonista como de que le acompañemos en sus sentimientos, que al traducirse
a palabras cobran forma de pensamientos. Pero para poder sentir, para poder
pensar, es imprescindible que la realidad sea imprecisa, llena de incertidumbre.
Las dudas, las preguntas, serán lo que nos empuje a la necesidad de aprender. Seguramente
no llegaremos a ninguna conclusión, poque lo que cuenta es el camino, lo que de
verdad importa, como dijo el poeta Kavafis, es que Ítaca es el camino. Ese
camino también es interior, como demostraron Proust y Woolf, a quienes Arudpragasam
parece haber leído a conciencia antes de escribir esta novela, que es un oasis
de ética y belleza dentro del panorama literario actual, en el que a los
autores les preocupa tanto asombrar con fuegos artificiales.
Fuente: Zenda
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