domingo, 12 de octubre de 2025

PASAJE AL NORTE

 

Pasaje al norte

Anuk Arudpragasam

Traducción de Celia Montolio

Nota al margen

Madrid, 2025

277 páginas


 


No es difícil rastrear alguna influencia europea en esta novela que con tanto cuidado ha escrito Anuk Arudpragasam (Colombo, Sri Lanka, 1988): «cuando comprende que en realidad nunca se puede tocar el horizonte porque la vida siempre continúa, porque cada momento se diluye en el siguiente y aquello que se pensaba que era el horizonte de la propia vida, fuera lo que fuera, al final resulta ser siempre otro trozo más de tierra». La cita no es la frase completa, sino el último trozo de una que arranca bastante más arriba. Encontrar un libro escrito con frases largas, que buscan la emoción, el retrato interior que es, a la vez, el reflejo de la realidad, es muy de agradecer, pues el mundo literario está lleno de gente escribiendo la misma frase corta que intenta únicamente la potencia. Para un lector europeo, la remisión a Proust es clara. El libro está escrito desde un narrador omnisciente, que acompaña al protagonista en lo que hace, en lo que piensa y, sobre todo, en lo que siente. Está dentro de él, como lo están los narradores de Virginia Woolf.

La novela contiene un proyecto estético, pues el autor trata de acomodar esta forma de narrar a un país, Sri Lanka, que acaba de superar una guerra. Así pues, la pregunta que permanece a lo largo de la obra es de qué se puede llenar una vida cuando lo que uno pisa es el paisaje después de la batalla. Para ello Arudpragasam construye un relato dividido en tres partes, como una sinfonía: la primera dedicada a hablar de las raíces del protagonista; la segunda versará sobre el descubrimiento en un viaje que le llevará a Delhi, donde encontrará el amor; la tercera es un regreso al lugar de origen, y la narración tendrá lugar debido al empuje de la muerte y la situación de duelo. «Se la había imaginado impresionada al enterarse de todo lo que había visto y hecho, al comprobar cuánto había mejorado su comprensión de sí mismo y del mundo»: esa lección, que en un momento expone de forma explícita, es la esencia sobre la que se mueve la ética de esta novela. No deberíamos dejar de caminar y caminar supone aprender. Y para ello no hace falta una vida épica, pues basta lo cotidiano, detenernos en la rutina y observar lo que contiene y lo que sobresale de ella. Lo familiar es tan reseñable como lo heroico. De hecho, apenas cabría lugar a la búsqueda de la belleza, que es a lo que nos lleva el autor, de no ser porque en la vida diaria no cesan de brotar resistencias, dificultades.

Es fácil deducir que nos encontramos ante una novela en la que hay más descripción que acción. No se trata tanto de que acompañemos los pasos del joven protagonista como de que le acompañemos en sus sentimientos, que al traducirse a palabras cobran forma de pensamientos. Pero para poder sentir, para poder pensar, es imprescindible que la realidad sea imprecisa, llena de incertidumbre. Las dudas, las preguntas, serán lo que nos empuje a la necesidad de aprender. Seguramente no llegaremos a ninguna conclusión, poque lo que cuenta es el camino, lo que de verdad importa, como dijo el poeta Kavafis, es que Ítaca es el camino. Ese camino también es interior, como demostraron Proust y Woolf, a quienes Arudpragasam parece haber leído a conciencia antes de escribir esta novela, que es un oasis de ética y belleza dentro del panorama literario actual, en el que a los autores les preocupa tanto asombrar con fuegos artificiales.


Fuente: Zenda

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