Comerse a Buda
Barbara Demick
Traducción de Pablo
Sauras
Península
Barcelona, 2021
431 páginas
Se nos remite a los años
cincuenta, para luego comenzar a desplazarnos por unas vidas que, en rigor,
cuesta imaginar como reales: la pobreza y la lucha por la supervivencia se
imponen, sin entrar a valoraciones, simplemente describiendo cómo debió ser
cada infancia, cada adolescencia, cada juventud y esas etapas que deberían
suceder a la juventud y que van reflejando una madurez frustrada en la posibilidad
de resolver con garantías los días y las noches. Los tibetanos han sufrido
mucho, por la pérdida de territorio, por la presión para privarles de
identidad, pero no se trata de un libro beligerante en ese sentido. No estamos
frente a una obra militante, en el sentido de la militancia institucional.
Estamos ante un viaje geográfico y ante un viaje por la historia, pero, sobre
todo, acompañamos a los protagonistas, que no a Demick, por distintas etapas
vitales y por todas las regiones de China y el Tíbet, aunque sea Ngawa el
enclave que más presencia tiene en el libro. Vemos cómo se cede a una suerte de
deformación humana, impuesta con unos principios que se nos antojan una
caricatura de principios, pero que Demick jamás castiga con impresiones éticas.
Aquí se trata de aterrizar en la verdadera historia, y no es la que figura en
los libros de texto, que Demick domina entre líneas, sino la del individuo. No
hay mapas, hay reacciones. No hay batallas, hay quien recoge fruta, quien vende
zapatillas y quien intenta robar en un mercado. Hay pérdida de idiomas y exilio.
Y la presencia etérea y sanadora de las leyendas de los lamas, de una religión
sin apenas enemigos, tal vez por tratarse de una religión en la que no hay
dios, pero sí compasión. Arremetiendo contra la bondad, está el imperio de la doctrina,
de la rigidez y de las armas de fuego. Están unas autoridades que sí son
criticadas en las conclusiones finales, donde se toma partido, porque no puede
dejar de tomarse partido a favor de los perdedores cuando los perdedores no han
tenido ocasión de defenderse. Pero lo que ha importado es comprobar cómo se
separan las familias, cómo las viudas crían a los hijos, cómo los profesores se
transforman en unos seres que casi mendigan y cómo todos ellos, los humillados
y, más que nunca, ofendidos, luchan por mantener las virtudes mejores del ser humano:
la lealtad y la dignidad.
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