La piel de la frontera
Francesc
Serés
Traducción
d Nicole D’Amonville Alegría
Acantilado
Barcelona,
2015
334
páginas
Hay
una estirpe de libros que no deberían ser reseñados, porque se trata de libros
buenos. No de buena literatura, sino de libros buenos en el mismo sentido en
que existen buenas personas. Y este, La
piel de la frontera, es un libro bueno. Podemos estar ante el cuadro de un
mendigo de Ghana que conserva media hogaza de pan podrido como todo alimento
para la próxima semana, a pesar de lo cual Francesc Serés (Zaidín, 1972) no nos
permite olvidar que también en algún lugar existe para nosotros el paisaje de un
valle verde donde se ondula el cereal. Como narrador, mientras nos guía a
través de un realismo social duro, Serés mantiene siempre viva alguna de las
pequeñas cosas que formaron su educación sentimental. “Lejos de casa estaba la
libertad, aunque fuese pequeña”. Esa expresión contiene la felicidad que da el
robar unas cerezas o comprobar que la cadena de la bicicleta quedó bien
engrasada. Y ese espacio convive con el desahucio humano, con la decantación de
las cloacas, ese pozo en el que se cobijan sin salud inmigrantes africanos.
Serés demuestra que la aldea global es aldea, porque lo global se ha reducido a
un microcosmos cosmopolila, a un relato sencillo, tan sencillo como aquella
frase de Camus de que existen dos tipos de personas: los que hacen la historia
y los que la sufren.
Nuestra
historia contemporánea es de sufrimiento. Aunque lo escondamos debajo de la
alfombra, no debemos equivocarnos de relato, porque de hacerlo nos veríamos
abocados a la esquizofrenia. Y ese mal no tiene cura, solo se mantiene inerte
con fuertes dosis de sedantes. Los pilares sobre los que Serés cimenta el
relato, la verdad, tienen que ver con la frontera, sí, con la piel de la
frontera que es la piel de quienes cruzan la frontera; con los vínculos entre
cualquier forma de desplazamiento, sobre todo la carretera como metonimia de
irse a otro lugar, y con una hipersensibilidad hacia el paso del tiempo. Para
Serés el tiempo existe, porque todo está sucediendo ahora, porque la memoria es
presente. Ahí está una infancia casi ideal y una juventud en la que busca su
identidad. Y también la influencia de autores como los hermanos Goytisolo;
obras como Antagonía o Makbara han dado pie al surgimiento de
un montón de acólitos obsesionados con la prosa narcisista. Sin embargo, ¿por
qué no se puede considerar que sus mejores obras son Las afueras y La Chanca? Pues
es ahí donde mejor se lee lo que Serés denomina “el carácter de las sombras de
la gente”. Que es el tema de la bonhomía de este libro.
Este
conjunto de crónicas emocionales abarca diez años de trabajo, pero un universo
inmediato en el que el autor se reconoce, y nosotros con él. Su facilidad para
expresarse, su claridad, nos permite entrar en esa frontera que muchas veces es
la piel del narrador. Desde el principio sabemos que partirá el mundo entre los
que van a lo suyo, que es la inmensa mayoría, y los que no sabemos para qué son
buena gente. La transcripción de un encuentro poliédrico de personajes del
mundo de la literatura, da pie a denunciar la monomanía, triste, pequeña, sin
sentido, en comparación con ese lugar donde duele la raza humana, esa
escombrera de africanos con los que se sienta a charlar y a fumar un
cigarrillo, sin saber fumar, solo para conocer, para aprender. Pero el éxodo no
es potestativo de los africanos, como pone sobre el tapete al narrar la
supervivencia de una familia de ucranianos que regentan un taller en los
Monegros, una gente cuya memoria les provoca un desgarro cada vez que la
invocan. Una casa en ruinas, una tapia, los puentes del Turia, cualquier lugar
puede ser refugio para el desfavorecido. También una cafetería de paso, donde
sostiene una conversación con un hombre de un cinismo muy sentimental.
“Durante
mucho tiempo siempre hubo un lugar donde ir y establecerse. Ahora el mundo se
ha acabado, todo el mundo está en todo el mundo, pero Majeed no puede moverse
de aquí”. Y ese aquí donde reside el argelino Majeed es algo así como la isla
de un Robinson sin techo: un pajar en el que ha quedado varado por culpa de la
miseria. Pero no todo es ese realismo. Hay un recuerdo de juventud, acudiendo a
un gran concierto en los Monegros, o una conversación con un amigo que padece
logorrea, un tipo que trabaja en algo vinculado a la agricultura, al
rendimiento de las cosechas, a los transgénicos. Una conversación que es un
ejemplo más del darwinismo económico aplicado a productos de primera necesidad,
aunque todo parezca casi razonable. Y también es sensible a ese episodio de su
vida en el que se dedicó a dar clases a alumnos en programas de integración, a
jóvenes que no conocen nuestro idioma y que en algunos casos, como los chinos,
encuentran severísimas dificultades si llegan a este país siendo adolescentes.
Jóvenes que se tragan las lágrimas porque está en juego su dignidad, como lo
está la de los habitantes de los galpones abandonados donde se esconden los
adultos formando grupos de hombres solitarios. Cada uno con una historia detrás
que es necesario dictar, grabar a fuego. Porque siempre es necesario hablar de
la lucha por mantener la dignidad en los tiempos del cólera.
Fuente: Culturamas
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