El gen
del miedo
Los
humanos somos unos seres compuestos de carbono. Y de todos los seres carbónicos
que pueblan el planeta, que rinden el tributo de su sudor y de sus lágrimas a Gaia, es posible que seamos los que se
marchan con menos dignidad. Hace falta mucha humildad, una humildad muy digna,
para morir como mueren los animales, con tanto silencio, sin molestar a nadie,
buscando el contacto con la Tierra. Porque la ternura animal es la mejor
cualidad que exhiben tantos otros seres de carbono. Una ternura que se
manifiesta incluso en el instante en que acuden a su sueño los rinocerontes de
la noche, que llega sin ellos pensar en que pueden ir al cielo, aspirando
únicamente al bálsamo del último reposo. Ni siquiera en la muerte son demasiado
humildes, conscientes de que la humildad no puede dar lugar a ninguna
exhibición. De ellos deberíamos aprender que tampoco en la humildad de las
montañas uno alcanza el reposo si hacer alarde de un exceso de humildad.
Como
el de ese hombre que viaja a Pakistán, se acerca a la cordillera del Karakorum
y a fuerza de sudor y músculo conquista una cumbre de ocho mil metros. Durante
el descenso al campo base, y tal vez debido a un error de planificación, su
compañero de cuerda fallece. Y entonces el montañero consagra el resto de su
vida a colonizar columnas de periódicos y páginas de revistas con sus hazañas,
esgrimiendo, quizá, un afán elegíaco o un homenaje. Pero luciendo siempre sus
botas y su piolet.
Por
el contrario, otro viejo montañero, un hombre de tez apagada, también ha
viajado hasta el K-2 y ha perdido allí a su mejor amigo. Esta vez, la fatiga
derrotó a las contracciones del corazón. A partir de entonces, el hombre de tez
apagada renuncia a las grandes cumbres, que no al aire libre, pero se vuelca en
los hombres, sin publicar cada sonrisa que despliega en su entorno. Si
Aristóteles tenía razón cuando afirmaba que estar enamorado nos hace mejores
personas, no hace falta ser un genio para adivinar cuál de los dos alpinistas
está más enamorado de la vida. Porque son muchos los que confunden la vida con
lo que aparece reflejado cuando se miran al espejo. Y estar enamorado, como
repitió el filósofo griego, genera intensidad de sentimientos.
Y
los mejores sentimientos están en el vuelo. Lo importante es volar, no haber
volado. Y mucho menos, haber volado alto para presumir de ello. Quien entiende
la vida como un vuelo sin meta, sabe que lo importante es cómo se vive, y no
cuándo se muere. Pero el que pretende el reconocimiento tiene miedo a la
muerte. Para el primero no existe un concepto tan cobarde como el de morir
joven. Para el segundo, fallecer será algo que siempre sucederá demasiado
pronto, porque habrán existido sin conocer el descanso.
Uno
no puede dejar de preguntarse cuál de las dos versiones de hombre al filo de lo
imposible es la que deja impronta en quien acusa al que se expone de padecer
locura, o esa forma patológica, infantil y tóxica de la locura que es el
egoísmo. Hay veneno en la voz del que denuncia, esa misma sustancia que se
carga en la saliva cuando imputamos a alguien el delito de negarse a salir de
la edad de la inocencia. Pero es muy posible que esa delación, tan áspera, se
deba sobre todo a ese miedo que nos transforma en hombres de sombra negra. Cabe
preguntarse a qué tiene miedo la persona que acusa. Y cabe sospechar que esté
exhibiendo su miedo a no ser nadie, ese que le permite apartarse de la mesa de
su despacho sólo para entrar en el supermercado y comprarse yogures desnatados,
no vaya a ser que el colesterol se dispare, pero que se incrementa cuando el
médico le recomienda reducir la sal en las comidas. Ese que piensa que la salud
es la alopatía y, tal vez, una sesión de Body-Pump
en el gimnasio. El mismo miedo que nos hace despachar, con cualquier excusa, a
cualquier emoción en cuanto la vemos asomarse. Cuando cuidar las emociones
también forma parte de una dieta saludable.
Pero
el miedo se combate con la bonhomía. La receta contra el miedo es ser mejor,
porque esa expresión de la inteligencia delata que uno está enamorado de toda
forma de vida. Y eso implica al conjunto de los seres compuestos de carbono que
pueblan el planeta, a todos los espíritus cuyo Chi configura el de Gaia.
Fuente: La línea del horizonte
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