miércoles, 28 de febrero de 2018

SOCOTRA


Socotra, la isla de los genios
Jordi Esteva
Atalanta
Girona, 2011
361 páginas



Un buen escritor de viajes es como un buen amigo. La lectura de su obra produce un efecto semejante al de una buena conversación con una persona a la que uno aprecia: ayuda a cultivarse en el ejercicio de ver, muestra partes diferentes del mundo, que hasta la fecha se consideraban ocultas, ilumina rincones oscuros, amplía horizontes. Y todo ello lo consigue con algo muy complicado en el proceso de aprendizaje: sin dolor.
De este cariz es la literatura de Jordi Esteva, especialmente este libro, Socotra, la isla de los genios, que es su mejor obra. Socotra es la narración de un hombre que se caracteriza por poseer una de las principales cualidades del hombre bueno, que es tener ganas de aprender, sin que estas ganas sean una codicia. De ahí que retome su memoria para fijar como objetivo de su viaje una isla perdida entre las costas de Somalia y Yemen, un lugar todavía ajeno a la globalización a la baja, al turismo de aventura y al ladrillo de los hoteles. Pero un lugar del que procede la savia roja del árbol del dragón con la que se embadurnaban los gladiadores y se barnizaban los Stradivarius, la mirra y el incienso, el áloe sanador que anhelaba Alejandro Magno y el ave Roc, el legendario pájaro gigante de Simbad. Un sitio con el que soñar, ahora que todavía estamos a tiempo de tener buenos sueños, sueños dignos, sueños decentes, sueños puros. Un lugar que, para nuestra sorpresa, descubrimos a través del libro que todavía existe, que es presente, y aquí debe considerarse la polisemia de presente: el ahora y el regalo.
Y a partir de cierta edad, un viaje es un regalo, un sueño de juventud que regresa. En este sentido, cabe decir que es, por tanto, un homenaje tanto a la memoria propia como a la de Gaia. De ahí que Esteva se plantee escribir un texto que sea un canto, una liturgia. Pues como liturgia se va desarrollando este libro, como la ceremonia de un hombre que lucha sin violencia, con cariño, por retener lo que ha sido, el espíritu de la Tierra, Gaia, una experiencia que es posible confundir con la nostalgia. Pero no hay tristeza en el libro ni en el viaje. Más bien al contrario, uno sale de su lectura con la impresión de que ha integrado algo nuevo a su vida, con la sensación de haber practicado la mejor versión de la empatía, la que impulsa a desear ser parte de ellos y, en este caso, también del viaje.
De entrada, Esteva se plantea su experiencia como la del hombre ingenuo. Y si ingenuo significa, en cierta medida, inocente, cabe apuntar que en latín ingenuo es lo contrario de esclavo, es el hombre que ha nacido libre. Hace falta mucha ingenuidad, mucha libertad, para lanzarse al mundo desconocido a preguntar por los duendes y las aves míticas, para tratar de repetir en carne propia las experiencias de los viajeros del siglo XIX, para recuperar la tradición oral de los Cuentacuentos. Y también para definir la mirada propia como la define Esteva, otorgando a las nubes o al fuego, a las estrellas, a las montañas y a los arrecifes de coral, un valor cargado de simbolismo romántico. Él mismo explica, son sencillez, las pautas precisas para ser tan libre: “Me sentí feliz. Lejos de todo, de mis obsesiones y de mis miedos”. Algo que le permite atender a los detalles hermosos, a concluir que ha merecido la pena el viaje, que merece la pena vivir porque resulta verosímil encontrarse con detalles humanos, con los paisajes y con la naturaleza, algo casi imposible de descubrir entre la neurosis de alta graduación que habita en el asfalto.
Esteva ha conseguido transmitir la emoción de querer lo que está haciendo, viajar, y que nosotros queramos lo que estamos haciendo, leer. Nos volvemos ingenuos, es decir, libres, con él. Perdemos las prisas por llegar a ninguna conclusión porque lo importante es caminar y no el camino. Hacemos nuestra su vivencia y así experimentamos uno de los pocos alivios de los que podemos disfrutar anclados a un asiento: la emoción del consuelo. Y aquí consuelo quiere decir bálsamo, pero también quiere decir alegría.


Fuente: Quimera

SOCIEDADES COMPARADAS


Sociedades comparadas
Jared Diamond
Traducción de Jesús Cuéllar Menezo
Debate
Barcelona, 2016
189 páginas

Jared Diamond (Los Ángeles, 1937) se empeñó un día en demostrar que el sexo es un pequeño calambre, lo cual desembocó en uno de esos libros que apenas merece la pena echarle un vistazo. Por lo demás, El mundo hasta ayer o El tercer chimpancé son dos grandes ensayos. Pero Colapso y, sobre todo, Armas, gérmenes y aceros son, sencillamente, obras maestras. Perteneciente a esa camada de autores de ensayo convencidos de que lo importante es la buena narración, Jared Diamond se ha convertido en uno antropólogo al que es inevitable acudir en busca de alguien que sepa recopilar la información, plantear qué hacer con ella y de su hipótesis construir el mejor relato. Geógrafo y antropólgo, sus vivencias entre los nativos de Nueva Guinea, comparadas con su cotidiana vida en un barrio residencial de Los Ángeles, prueban que uno no tiene que conocer todo como para entender el mundo. Ahora llega a las librerías con un libro de menor formato, Sociedades comparadas, en el que resume, en buena medida, lo que ha aprendido durante el estudio de sus ensayos anteriores. Al menos lo que de verdad importa, lo que atañe a nuestro presente y a nuestro futuro.
La obra se divide en siete capítulos sobre las cuestiones de las ciencias sociales que se pueden aprender siguiendo el método ornitológico, es decir, la observación. En el primer capítulo aborda el imperativo de la geografía a la hora de señalar por qué unas sociedades son ricas y otras pobres; cómo influye la posibilidad de transporte por barco, más barata que por carretera, o la riqueza mineral de la tierra o los agentes patógenos. En el segundo capítulo se aborda el problema de las instituciones, las tradiciones democráticas y las dictatoriales, y los accidentes históricos que unas y otras han supuesto para cada región del planeta; crea el término instituciones complejas, que son aquellas que surgen a partir del nacimiento de la agricultura y la ganadería domesticable, y que llevan implantadas en los lugares ricos de la Tierra más tiempo que en los pobres. El tercer capítulo se centra en China, aunque comparándola con Europa: por sus diferencias geográficas, por las diferencias de las tradiciones, por el peso de la política en la población durante las últimas décadas. El cuarto se atiene a las crisis personales y se pregunta si las mismas, que se resuelven de unas formas ya más o menos investigadas por ciencias como la psiquiatría o la psicología, se pueden aplicar a la investigación de las crisis sociales, nacionales a través de cambios selectivos. El quinto capítulo, el más personal, regresa con la memoria a Nueva Guinea para comparar las reacciones ante el peligro individual y el extrañamiento que nos supone el conocer las de sus habitantes; sin embargo, es aquí donde explica el concepto de paranoia constructiva y su utilidad para la supervivencia, pues implica prestar atención a los actos diarios que suponen un bajo riesgo, antes que a las grandes catástrofes que es casi imposible que nos pasen rozando. El sexto capítulo está dedicado al individuo como habitante de una nación, sobre las diferencias entre los dos tipos principales de enfermedades mortales, las transmisibles y las no transmisibles –como la hipertensión y la diabetes-, y como estas influyen en la esperanza de vida de los pueblos según sus costumbres o su adaptación.
Por último, se aborda el problema del cambio climático, de la desigualdad y de la gestión de los recursos renovables. Aunque tal vez se trate del capítulo menos intenso, no deja de ser el más preocupante. Y por tanto el libro cojearía de no estar aquí incluido. Porque la geografía, esa ciencia que es la ciencia del viaje, no debe ser una mera descripción. En manos de Jared Diamond, es siempre un gran relato.


Fuente: Culturamas

SOLO EN LA PARED


Solo en la pared
Alex Honnold, con David Roberts
Desnivel
Madrid, 2016
207  páginas

La vida puede que haya sido, sea y será una porquería. Eso lo sabemos todos. Pero incluso el payador vestido con harapos que le puso notas musicales para componer un tango con esa letra, tenía pleno derecho a proponerse realizar una travesía feliz. La felicidad, como la libertad, es un concepto casi imposible de definir. Pero es un sentimiento claro. Uno sabe muy bien cuándo es feliz, cuándo es libre. Ayer sucedió un momento, durante la puesta de sol mientras dos adolescentes se besaban entre los coches. Pero la semana pasada sucedió en el momento en que uno navegaba sobre un mar azul en el que reposan las almas de tantos marineros. Otro día, no sabes bien por qué, bastó con leer los versos de un salmo: “Le pondré en alto, por cuanto ha conocido mi nombre”, y como no eres creyente pensaste que se refería a cualquiera de tus buenos amigos. Hace años creíste encontrarlas en los frascos de garrafón, pateando la noche al ritmo de la música de los ochenta. Pero donde con más frecuencia se produjo esa excitación fue donde huele a clorofila y cuando las nubes cierran el cielo es para poner algo dulce sobre las praderas, las montañas, los ríos y el silencio compartido con tu mejor amigo, con ese con quien cazaste lagartijas por el rabo en la infancia o al que le confesaste que ya no eras virgen años más tarde. Resultaría más sencillo y más concreto si en lugar de referirnos a la felicidad y a la libertad así, en singular, pensáramos en los millones de caras que la representan. No sabemos si existe la felicidad. No sabemos si existe la libertad. Pero nadie duda de que existen felicidades y libertades. Que raramente son perpetuas. Tal vez porque no podríamos soportar pasarnos cada segundo de nuestros días y nuestras noches untados en belleza.
Para Alex Honnold (California, 1985) las libertades y las caras de la felicidad tienen que ver con la escalada. Sí, lo sabemos. Pero la ergonomía de Honnold tiene algo especial, algo dúctil, suave, que hace de su escalada una comunión más que una batalla. No es el más fuerte de los guerreros. Ni el más experto. Posiblemente ni siquiera sea el más elástico. Su físico no se asemeja al de las estatuas griegas. No le atraen las vías de difícil fractura física, ni siquiera las más técnicas. Honnold ha nacido para el equilibrio, la naturalidad, la lentitud continua, la eficacia de la intuición. No es un tipo duro porque tenga la piel correosa, impenetrable; si es invencible se debe, más bien, a que las inclemencias le atraviesan y su cuerpo permanece. Sencillo, humilde, tímido, Honnold está, también, como una regadera. Porque puede permitirse estarlo. Porque en su caso si no lo estuviera se vería condenado a la locura, y eso sí que no es sano. Él ha venido para expresarse en las grandes paredes de roca, donde cualquier otro nos moriríamos de miedo al saber que llevamos escalados cien metros sin seguro y que no podemos permitirnos el mínimo error si queremos seguir viviendo. Y es entonces cuando Honnold encuentra el equilibrio. En lo que no se le presente algo que lo sustituya, Honnold seguirá escalando con la facilidad de las lagartijas, matándonos de envidia y robándonos el aliento, para sentir el equilibrio, que él es equilibrio.
Al final, cuando las células del cuerpo no cicatrizan como lo hicieran en la infancia, cuando las hormonas no funcionen a todo vapor, cuando sepas que hay lugares inalcanzables a los que te hubiera gustado ir y jamás tendrás la ocasión, pero no sientas nada de eso como una pérdida, la cara de la felicidad y de la libertad que te sostenga vendrá, ahora sí, en forma de equilibrio. Aunque tal y como relata en este libro, Honnold parece haber tocado sus libertades allá arriba, en lo que parece un arrebato juvenil, en realidad lo que hace, eso que parece demencia, lo lleva a cabo por la sencilla razón de que en algún momento, a lo largo de la vía, siente que su travesía está siendo idéntica a la de cualquier otro sabio. Y no existe sabiduría si uno no siente que en ese instante respira libertad, felicidad, tal vez belleza.

Fuente: Culturamas

martes, 27 de febrero de 2018

SOBRE SÁNCHEZ


Sobre Sánchez
Osvaldo Baigorria
Varasek
Madrid, 2017
172 páginas

Este es un libro estupendo.
Aquí debería acabar la reseña, porque explicar las razones por las que un libro es estupendo, debería sobrar. Lo conveniente sería leerlo.
Al final de la reseña ofrecemos más información sobre Néstor Sánchez, un apunte biográfico de esta figura única en la literatura mundial. En cuanto al libro que tenemos entre manos, uno se atrevería a decir que, utilizando en cierta medida las estrategias de Cortázar en Rayuela, donde el clásico es una obra pesada, trabada, Osvaldo Baigorria (Buenos Aires, 1948) triunfa a lo grande. El libro, como una sinfonía, se divide en tres partes. Aunque la segunda se trate más bien de un interludio, por lo breve.
En la primera, se intenta reproducir una biografía de Néstor Sánchez: excéntrico, vehemente, inusitadamente desaparecido como escritor y en vida como persona, pobre, ególatra, bipolar e inadaptado, místico o tal vez esquizofrénico, misántropo pero obsesionado con la muerte (pretendía vivir 300 años) y, en definitiva, la representación por antonomasia del lumpen. Y, por supuesto, vagabundo. La biografía resulta tan incompleta que no puede sino reflejar la vida de Sánchez como un espejo roto y con los pedazos esparcidos devuelve la imagen. Eso sí, en cada uno de ellos queda grabada la vehemencia de Sánchez, que no cesaba de denunciar la pérdida de poesía en la literatura contemporánea. Imita a los beatniks o no se sabe si a los hippies, durante su apogeo en los años 70 y 80. Visita a París con afán de ser bohemio y en Manhattan sobrevive como un sin hogar.
En el interludio, se intenta interpretar la figura o entender quién fue Sánchez. Sabiendo el fracaso de cualquier interpretación, Baigorria nos lleva por el camino del deseo de que nos encontráramos frente a un sabio, casi un gurú.
La tercera parte puede leerse como tal, o intercalada con la primera, dado que tiene la forma de notas finales. Pero no es sino la descripción de los viajes del autor a la hora de seguir los viajes de Sánchez. Están redactadas de tal modo que se leen con continuidad, como un nuevo relato en el que es imposible separar vida y obra. Se impone el concepto de la actualización del nómada, la idealización que susurra que la única forma auténtica de viajar, la única que ya no es turismo, al menos en occidente, es la del puro vagabundo. Como notas, está repleto de conjeturas. Se permite salirse del relato, para indagar en el proceso creativo y en el ámbito del proceso creativo. Sánchez, lo reconoce, es un buen cínico, pues no carecía de lirismo. Pero, además, como el propio Baigorria, está convencido de que la libertad es una utopía real. Es decir, que uno es libro si realmente quiere sentirse libre.
Como no podía ser de otra manera, el libro está escrito con un extraordinario sentido del oído. Suena como debió ser la vida y el habla de Sánchez. Suena con acento argentino. Podríamos analizar qué tipo de híbrido es y meternos en el fango de los rizomas y metatextos. Pero mejor que eso, dejemos la afirmación inicial como conclusión. Este es un libro estupendo. Ojalá lo lean miles de personas.


Fuente: Culturamas

SIN BLANCA EN PARÍS Y LONDRES


Sin blanca en París y Londres
George Orwell
Traducción de Miguel Temprano García
Debate
Barcelona, 2015
223 páginas



Porque la caridad da carta de naturaleza a la pobreza. Porque la caridad nos hace sentirnos buenas personas porque creemos que una dádiva y otra y otra saca a alguien del arroyo. Porque la caridad invita a apartar conceptos como justicia sustituyéndolos por la falsa generosidad del donativo. Porque es uno de los pilares sobre los que se sostiene el orden de un mundo que se ha caído a pedazos y alguien se molesta en convencernos de que esos pedazos tan mal repartidos son necesarios para evitar que nadie toque lo mío no vaya a ser que me llegue el olor a podrido. Porque qué haríamos si no fuera necesaria la caridad para creernos buena gente: ¿dejaría de verse también como una virtud la fe o la esperanza? El mito de Pandora dicta que cerró la caja cuando ya se habían escapado de ella todos los males para esparcirse por el mundo. Y que lo único que no tuvo tiempo de salir fue la esperanza. Tal vez porque era el mal más soterrado y nos empeñamos en verlo como la parte que nos completa cuando sería mucho mejor, tal vez, arrancar la esperanza y sustituir ese cimiento por la dignidad. La caridad sin dignidad no es noble.
¿Qué ideología puede pues tener quién ha vivido en el arroyo?
Sin blanca en París y Londres explica el origen de la que a lo largo de su vida sostuvo George Orwell. El libro comienza con una cáfila de chinches estampadas en el papel de la pared y una bronca entre vecinos como música de fondo. Y esa es la constante en la que vivió George Orwell durante los años de juventud. Entre la basura, entre los pendencieros, en un relato que deja al realismo social en bebés de denuncias. Escrito años después, a partir de los diarios que escribió en esa época, consciente de que ser cronista significa escribir de un modo tan sencillo que da envidia, este libro, demoledor, explícito, contundente, nos lleva al arroyo. Y Orwell trata de reconciliarse con ese arroyo: evita ser directamente escabroso, pero lo escabroso se intuye.
Su paso por París es un relato coral en el que la pobreza hace cabal que no exista ninguna ley. Cada personaje tiene su novela, pero Orwell elige el coro para que resuenen más en las bóvedas del cráneo de los lectores. La picaresca carece de atributos; no hay adjetivos para descifrar los acontecimientos que provocan los protagonistas con tal de sobrevivir. Un ejemplo gráfico es el de ese ruso que cuando sale a buscar trabajo tiñe con betún la piel que asoma por los rotos de los calcetines. Los empleadores y los cargos que estafan al pobre son miserables. El sistema de castas que describe en las labores que tienen que hacer, como por ejemplo en los hoteles, es idéntico al de la esclavitud y se cimenta en el miedo a la plebe. Ni siquiera hay un átomo de caridad en su experiencia, y sí mucha, muchísima hambre.
Después de ese viaje a París, que comienza a relatarnos in media res, Orwell regresa a Londres. Si creíamos que los siguientes meses serían menos duros nos equivocábamos. Porque ahora ya no está en el mundo de los pendencieros o los esclavos. Ahora se ve abocado a ser un sin techo y, dadas las leyes británicas, no puede dormir dos noches seguidas en el mismo sitio, lo cual le obliga a moverse, a viajar de barrio a barrio. De hecho, no puede ni siquiera sentarse en la acera sin ser detenido. La miseria se multiplica de grado. Duerme en los suelos de las celdas que dividen los albergues de caridad, fuma las colillas que recoge del suelo, se le mete la humedad en los huesos y la suciedad le cubre como una segunda piel. Se acabó el buscar trabajos con los que conseguir suficiente dinero como para comprar pan o patatas con los que hacer una sola comida al día. Ahora se atiene a la caridad para obtener una rebanada con mantequilla y una taza de té. Y la caridad apesta. Los albergues donde duerme, las calles que recorre, rompiendo, literalmente, las suelas de los zapatos, son monstruosos. No hay nada romántico en los vagabundos, autocompasivos y desgarrados. Aun así, tropieza con algunos mendigos que utilizan el ingenio a modo de autohipnosis para sostener los restos de dignidad humana que conservan. Hacia el final del libro, Orwell comenta que le gustaría llegar a entender qué ocurre en el alma de esta gente, que no puede permitirse tener sentido del honor pero se ven abocados a la mezquindad, con la que convivió, a la que el hambre les transforma en una medusa. La pobreza es vil, aburrida, sórdida, elimina el futuro. Y hace del alma un guiñapo.
Aun así, Orwell encuentra alguna persona fiel con la que compartir sus días, y les permite ser los mejores actores en esta obra, que en buena medida es a quien está dedicada. Ellos son los rayos de luz que nos permiten leer este libro sin que se nos agoten las ganas de vivir. Pero no podemos dejar de pensar, página a página, que la caridad es cualquier cosa menos una virtud. Porque no debería ser necesaria, porque colocarla en ese pedestal ayuda a dar carta de naturaleza a la miseria.


Fuente: La línea del horizonte

SIGUIENDO MI CAMINO


Siguiendo mi camino
Mauricio Wiesenthal
Acantilado
Barcelona, 2013
476 páginas



Mauricio Wiesenthal (Barcelona, 1943) es un escritor que desde hace un tiempo ha proyectado convertir la melancolía en su estilo. O su estilo en melancolía. De tal manera que su propósito como escritor se mueve en el peligroso filo de la pretensión: resulta complicado conseguir la tristeza intentando ser triste, la decadencia tratando de ser decadente o hacer de un texto una memoria cuajada de saudade buscando transmitir la saudade en cada frase que exprime un recuerdo. En esta entrega autobiográfica, Wiesenthal toma como referencia las canciones de su vida. Al igual que otros autores componen textos a partir de las imágenes, bailan alrededor de fotografías libremente, él prepara una selección de las formas musicales que significaron algo en su vida: boleros, tangos, baladas, nanas… se trata, la mayoría de las veces, de música con ritmo triste. Partiendo, además, del hecho de que de todas las artes, la música es la que conserva siempre un trasfondo de tristeza, dado que es la que atiende más directamente a la emoción y, por tanto, a los sentimientos que nos construyeron, es decir, al pasado.
Escrito a modo de correspondencia, los diversos capítulos son una confesión sin pudor de quien Wiesenthal ha querido ser. Y la conclusión fundamental es que nos encontramos frente a un adorador del arte, que ve en el arte la salvación. Frente a alguien que hubiera deseado nacer en otra época y que esa época permaneciera congelada hasta su muerte. Un individuo que pretende ser un romántico, que es la forma más franca de perder cualquier viso de romanticismo. Para ello recurre a una prosa en que reluce el exceso de conciencia de ser maestro, maestro de la vida, maestro de la estética. Un lenguaje que pretende vestir la erudición de sabiduría a base de delicadeza.
Así Wiesenthal construye una obra homocéntrica en la que predomina la hipersensibilidad, con los riesgos que supone el exceso de sensibilidad en la literatura del yo: caer en el narcisismo y que este narcisismo esté tamizado por un punto de soberbia, el que dicta que considerarse diferente es tenerse por alguien que no comete los mismos errores que el resto de la humanidad. Para deslumbrar en este planeta lleno de palabras inútiles, Wiesenthal, que tiene como referentes de la literatura de la memoria a Proust o a Chateubriand, defiende la idea de que las cosas estaban fundamentalmente mejor en el pasado. Un principio que, como él sabe, va a dictarnos la idea de que algo de reaccionario se cristaliza en unos textos de hombre mayor, en su forma de saldar cuentas. Contra el posible resentimiento, no cesa de traer a colación la belleza. De modo que Siguiendo mi camino es, en buena medida, una enumeración de las cosas, situaciones y personas de las que el autor ha disfrutado y, aunque más elípticas, también de las que ha aborrecido. Es una obra que Wiesenthal se ha propuesto escribir, aunque luche por adjetivarla como uno de esos libros que a uno se le imponen y, en consecuencia, destacan por una sinceridad que está más allá del espacio de la mente.
Excéntrico, anacrónico, autosuficiente, presumido, resistente, culto. Wiesenthal reúne en su obra lo que más podemos adorar y lo que podemos dar por superado, un resumen de nuestras relaciones con nuestros propios complejos desnudando los suyos. De ahí que la impresión que dan estas memorias de su camino es que caminó para contarlas. Hasta el punto de representar una forma de melancolía arrogante: se llama a sí mismo “viejo lobo de las ruinas” o afirma que “los humanistas debemos recuperar la figura del Ángel”, por poner dos ejemplos de sus principios. Pues de principios estamos hablando, dado que no ha existido canción en su vida que haya sido capaz de modificar la secuencia de ideas que componen una melancolía atípica, pues en esa melancolía no muestra debilidades.

Fuente: Quimera

lunes, 26 de febrero de 2018

EL PRADO DE ROSINKA

El prado de Rosinka

Una vida alternativa en los años veinte.

Gudrun Pausewang

Traducción de Consuelo Rubio Alcover
Impedimenta
Madrid, 2018
225 páginas

Este libro pertenece a la época en la que creíamos que El Principito contenía la máxima dosis de sabiduría al alcance los humanos. Y nos demuestra que entonces teníamos razón, que los bancos no pueden comprar el sol, que sale todos los días, algo que damos por supuesto que ya está en manos de los mercados. En una etapa en la que surgen tantas reivindicaciones sobre la vida al aire libre y la mejora de las constantes vitales, este es un libro que nos recuerda que alguien ya tenía ese espíritu no en tiempos de Walden ni en los años sesenta, sino en la época entre guerras, cuando más difícil era la vida en Europa, y donde más difícil era vivir en Europa. Rosinka es un lugar a caballo entre Chequia y Alemania. La pobreza de una guerra perdida ha dejado a los alemanes hechos un harapo. También a los habitantes de otras naciones. Pero mientras los británicos, por ejemplo, intentan recomponerse levantando el viejo orgullo de la exploración, la heroicidad de conquistar el Everest o los polos, en Alemania se fragua una recuperación en un caldero del que saldría algo bastante venenoso, excepto para alguien como la pareja protagonista de este libro, que es un viejo libro de viejas memorias.
Escrito de forma epistolar, la anciana madre de familia responde a las cartas de un joven que busca su consejo acerca de la vida alternativa. El libro tendrá su continuidad, pues termina con la mala fortuna del desastre de la siguiente guerra, que junto a la presión del dinero van limando el sueño de la familia numerosa, con hasta cinco hijos nacidos en las habitaciones de una cabaña levantada con sus propias manos. El alma de la no violencia gesta esta hazaña, porque es lo que, en definitiva, consiguen, una hazaña. Desvincularse de la vida burguesa y dedicarse a cultivar fresas y a cantar, transformar un pantano en una piscina rodeada de huertos, un sueño de Beatus Ille que todos hemos tenido. Cabe añadir, por otro lado, que la distancia que les separa de la población más próxima, donde reside la familia de la mujer, se recorre a pie, en trineo o en esquíes, en menos de dos horas. En cualquier caso, ellos consiguen que Rosinka quede fuera de cualquier mapa político, que sea un remanso de paz en brazos de la fortuna.
Pero el destino no siempre es ventajoso. Hay una parte que uno tiene que hacérsela, y en ese sentido la experiencia es positiva y la anciana anima al joven a no morir con el anhelo de cumplir su sueño. Pero le advierte de que ser un Robinson Crusoe en medio de la tempestad comercial no es tan sencillo. Hace falta algo de dinero, sobre todo si los hijos dependen de él y el granizo destroza la cosecha. Hay que ser sensato, aunque eso suponga un punto más de ser convencional, le dicta. El mensaje nos recuerda al de la película Capitán Fantastic, donde la familia pasa de lo salvaje a la granja tras comprobar los riesgos que están corriendo de forma innecesaria. Pero sí se anima y se demuestra que es posible domesticar la tierra, que tener sueños es ya de por sí un éxito, aunque el porcentaje en que se cumplan sea mínimo. Se advierte de que no se debe considerar un fracaso el tener que renunciar, finalmente, a la vida en el campo, derrotado por los inviernos y por el salario que garantiza la seguridad física de la familia, la asistencia médica y la educación. Es más, cuando llega la guerra, la que ha llegado a ser una casa donde alguna gente acude para una cura de reposo, lejos del mundanal ruido, será un albergue para refugiados o prisioneros de uno y otro bando, será un lugar donde se ha aprendido a vivir en paz, como cuando se está leyendo El Principito.
Y siempre quedará la enseñanza que supone el aprender a pegarse a unos criterios morales buenos, y a despegarse de ellos si es necesario. Será un esfuerzo, pero nada, ni siquiera esto, se consigue sin sudor. Gudrun Pausewang (Bohemia Oriental, 1928), y con ella su familia, se adelantan a Annie Dillard, a Sue Hubell y a tantos otros a los que tanto queremos.

Fuente: Culturamas

SICILIA MÍA


Sicilia mía
Cesare Brandi
Traducción de Carmen Artal
Elba
Barcelona, 2015
182 páginas

Cesare Brandi (Siena 1906-1988), historiador de arte de formación, fue fundador del Istituto Centrale del Restauro, la institución estatal italiana de mayor entidad que se dedica a la restauración de bienes culturales, de la cual fue director durante más de veinte años, entre 1935 y 1961. A partir de entonces, encaminó sus esfuerzos a la enseñanza de la historia del arte, primero en Palermo y posteriormente en Roma. Brandi se distinguió por llevar a cabo una actividad poliédrica que le impulsó a escribir tanto sobre estética contemporánea como sobre teoría de la restauración, además de un buen número de libros concebidos como diarios de viaje. Elba ha publicado Viaje a la Grecia antigua, Verde Nilo y este volumen, Sicilia mía.
Brandi consigue ponderar la inquietud ilustrada con la desazón romántica, para convertirse en uno de los primeros viajeros contemporáneos, en un viajero cartográfico. Su enseñanza le había llevado a concluir que la historia no es más que polvo de héroes y villanos, por lo que condujo su afán de trotamundos hacia los paisajes y los lugares emblemáticos. Apenas aparecen personas con las que demuestra convivencia, con las que dialoga, pues toda suerte de presencia pasa a ser aquí parte de la conciencia de lo general, que es el trozo de mundo por el que pasa. Ese mundo imprevisible, dominado por el azar, en el que queda la estética como gran referente, en que siempre sobreviven los ríos y la sensibilidad del autor. Pero Brandi es un viajero ético: “Tal vez no vuelva a Sicilia, o tal vez vuelva, pero no por eso estará más viva en mi antro oscuro, donde, aunque no fuera la tierra de mi infancia, hace revivir mi infancia y se puebla igualmente de todas las personas amadas”.
La infancia no es sólo la patria, sino también el lugar donde habitan nuestros particulares mitos, esos que él busca en la infancia de la humanidad a lo largo de sus viajes, donde la memoria propia queda transformada por la memoria de los hombres. En este caso, visitando una isla todavía herida por la Segunda Guerra Mundial, poblada de callejas oscuras, palacios e iglesias donde el eco es una presencia rotunda, parte de la poética del lugar, del paraje híbrido que es constante y diverso. Las ruinas son bellas, la magia se vincula a la pedantería y las fábricas conviven con las églogas, el paisaje natural con la labor del labriego. Brandi no ve dicotomías en estas variaciones, pues es un hombre convencido de que la belleza nos hará mejores. De ahí que ponga los cinco sentidos a trabajar en la sucesión de descripciones.
Junto a Brandi, viajamos en una especie de cofre que nos permite recibir las sensaciones, pero dentro del cual permanecemos mudos. Porque Brandi viaja para escribir, para divulga, con afán docente y por eso lo único que no puede permitirse es un segundo de ceguera. En el afán cartográfico con que nos describe Sicilia está la erudición complejamente metabolizada con la sensibilidad, algo que, para conseguirlo en condiciones, hace falta mucho talento. Así es como vemos a través de sus ojos una Sicilia tan cercana y tan exótica al mismo tiempo. Y siempre con un poso elegíaco, con sabor a despedida porque, al fin y al cabo, Brandi no deja de hablar sobre lo vivido.
  
Fuente: Culturamas

SICILIA PASEADA


Sicilia paseada
Vicenzo Consolo
Traducción de Miguel Ángel Cuevas
Traspiés
Madrid, 2016
107 páginas

Estas son algunas de las cosas que dan belleza al mundo: las leyendas reales y todo lo que la imaginación pudo aportarlas; la herencia que va implícita en la sangre de esas leyendas y que en ocasiones fue derramada, pero por norma general es el agua con que regar las raíces. Los accidentes de una geografía que sirven para embellecerla: cabos, colinas, precipicios, reinos de cauces de ríos, laderas de vid y olivos, rastros secos y vertientes que caen hacia el mar, un mar que es concebido como una madre, un mar del que procede la vida. La pasión y aquella forma que toma la pasión más pura, que es el arte de la música, donde el arte se representa a sí mismo, donde el hombre sublima la poesía al reducirla hasta una maraña de sonidos en el que lo que importa es una única cosa, la armonía. El sabor de una lengua en la que reposan todos los sonidos que trae el viento, una lengua bien hablada, bien escrita, que está sucediendo al tiempo que el crepúsculo, ese momento que es paradoja pues vaticina muerte y hace presente la belleza. Todo aquello que simboliza vida y que sale a la luz, porque la luz es vida, incluida la luz del crepúsculo, tierna, pero también la de los mediodías del sol del Mediterráneo y de las islas del Mediterráneo, que bañan tanto como pueda existir bajo el sol de un tamiz de gasa blanca. La historia, sí, la historia que ha quedado como memoria colectiva, porque rememorarla es poner en marcha un ejercicio de imaginación y la imaginación también es hermosa o no es, es sensible o no es nada más que una relación de tópicos; y esas reconstrucciones que reflejan necesariamente lo barroco y necesariamente lo religioso, el bullicio y las loas a la Vírgen, que no son la tradición contra la que nos debemos poner en guardia, sino la certeza de la costumbre, que es una salvaguarda para el reposo, que nos garantiza descanso incluso cuando representa la sequedad bíblica, en la que el desierto es una extensión estética. El mestizaje, el cruce cultural en el que se engendra belleza, en el que las razas se aceptan y se consumen en otras razas, en nuevas razas sobre tierras legendarias. Lo misterioso que viene desde antes del conocimiento, desde antes de lo helénico, cuando las diosas tenían función de madre y la tierra tenía la función de una diosa.
Todo esto está presente en este hermosísimo libro, Sicilia paseada, que Vicenzo Consolo, uno de los grandes escritores italianos del siglo XX nos regala en forma de himno. Pues esa es la esencia de este periplo por la isla, de esta descripción en la que las enumeraciones destilan qué es lo trascendente, mientras que Consolo reproduce su vivencia con un ritmo musical que da envidia. Las aliteraciones, tan bien conservadas en la estupenda traducción de Miguel Ángel Cuevas, los tonos musicales y la viveza del texto, hacen de este pequeño libro uno de esos frascos de esencias frágiles. No sobra una palabra, no falta una nota musical. Leer Sicilia paseada es como escuchar una de las mejores composiciones de música barroca o neoclásica. Es una experiencia estética, una dicha, un descanso, un momento de fortuna.


Fuente: Culturamas

domingo, 25 de febrero de 2018

PACHINKO

Pachinko

Min Jin Lee

Traducción de Eva González Rosales
Quaterni
Madrid, 2018
543 páginas

Detrás de una palabra tan sugerente como Pachinko, se oculta la ludopatía. Pachinko es el nombre de unas máquinas de juego muy populares en Corea y Japón, al menos muy populares hasta la aparición del mundo digital. La forma redonda del juego y los colores, nos remiten a los mandalas. La sencillez de uso a lo universal: una bola cae por una serie de palancas y puentes y el jugador debe controlar su recorrido. Pero en este caso, apenas sirven para dar nombre a una novela en la que, tal vez, la estructura, que es la de una vida longeva, pudiera reproducir ese juego, en el que el resultado tiene algo de azar, una gota de control por parte del protagonista, y ciertas dosis de manipulación que ejecutan los dueños de las máquinas para ganar más dinero. Se menciona que la novela es una saga familiar, pero la familia es muy pequeña, un hilo entre millones de hebras, una madre joven y su hijo mayor. Así de fino trabaja Min Jin Lee en una obra que le ha costado toda su vida componer y que está escrita con la sencillez de quien piensa en el cine, es decir, en todo tipo de lector.
La novela parece pensada para trasladarse a la gran pantalla. Algo que no es ningún agravio: no existe escritor que no esté influido por el cine, aunque sea para alejarse lo más posible de él. Sin embargo, Jin Lee opta por no dejar cabos sueltos. Los personajes actúan y el narrador nos relata sus reacciones y las emociones de sus reacciones. Nos menciona su personalidad, cómo se ha construido, y luego cómo son consecuentes con ella, con los prejuicios que han ido aprendiendo, con el sentido del deber, de la nobleza o de la resignación. Nos dicta los secretos y quién participa de ellos. Entra en profundidad en la historia que parte de una adolescente pobre, coreana, embarazada por una suerte de conde Valmont, el protagonista de Las amistades peligrosas. El galán es un coreano exiliado en Japón, en una época en que los dos países son el mismo, pero son agua y aceite. Él ha tenido éxito, tanto como para que más adelante, cuando vuelva a aparecer mediado el libro, sea un yakuza, uno de los dirigentes de la mafia japonesa de Osaka, la ciudad a la que no le ha quedado más remedio que huir a la protagonista. Junto a ella convive su buen marido, un católico perdido en la inmensidad de otras religiones, su segundo hijo, su cuñada y la familia de su cuñada.
Aquí ya han aparecido casi todos los temas que irán influyendo en el desarrollo de las historias personales, cargadas del peso de la historia que les toca vivir. La guerra de colonización japonesa, la Segunda Guerra Mundial -incluyendo la bomba atómica de Nagasaki-, el ostracismo de los practicantes de religiones minoritarias, la lucha de clases, la emigración que es, en buena medida, el gran tema del último siglo, el tema definitivo, el mayor fracaso de la humanidad. La historia será una vida de supervivencia. Seguiremos a una gente que vive al día, que apenas se puede permitir comer arroz. Ellas dos trabajarán en puestos callejeros en el mercado y solo la intervención del yakuza transformará el destino de la familia. Lo transforma y lo perturba, pues destroza la relación entre la madre y el hijo. Al menos durante una temporada. Ese es otro de los temas presentes: las relaciones filiales y, en las figuras masculinas, el deshonor de no poder ser útil, pues quienes deberían poner el músculo para tirar del carro, caen enfermos. Mueren o, lo que es peor, viven queriendo morir.
Hasta que llegamos a la última parte del libro, los años sesenta, setenta, ochenta, cuando se desdibuja la falta de simetría entre japoneses y coreanos, cuando uno de los miembros de la familia logra abrirse camino gracias al pachinko. Quedan las viejas costumbres, las tradiciones. Queda el pasado, el ideal del retorno a Corea, a la aldea donde transcurrió una infancia. Pero el mundo ha girado muy deprisa. Lo occidental genera cambios hasta en el tuétano. Seguimos el hilo de la pequeña familia, sí, y este no se rompe, entre otras razones por la fuerte presencia de las mujeres, que han sido las protagonistas ocultas de la historia de Asia: siempre escondidas, siempre trabajadoras, siempre dignas. Se merecen este libro, una de esas ediciones que escasamente encontramos en las librerías, un objeto bello, cuidado, que uno desea tener en las manos. Es de agradecer la labor de la traductora y de quienes hayan revisado las pruebas: no existe ni una sola errata. Quaterni está haciendo una labor que se merece nuestro reconocimiento, una tarea de rescate y divulgación de lo mejor de la cultura que inventó el pachinko y una forma de dignidad muy pacífica.

Fuente: Culturamas

SARAJEVO


Sarajevo
Alfonso Armada
Malpaso
Barcelona, 2015
199 páginas



Hace más de cien años, durante la revolución industrial, cientos de miles de hectáreas de bosques fueron esquilmadas en el norte de Europa y en las islas británicas. De la escabechina apenas se libraron unos pocos árboles, aquellos cuya madera no entraba en combustión con la potencia precisa y aquellos cuyos troncos no eran lo bastante duro como para formar parte de la quilla de un barco o ser viga en una catedral laica forrada de hierro y cristales. Ahora su presencia es la más necesaria. Su inutilidad de entonces ha dado paso a una sacralización gracias a un pequeño dios que conocemos como clorofila. Sin ellos, el mundo se iría al garete mucho más deprisa.
De esta índole es el trabajo de un reportero que visitó Sarajevo y otras ciudades en guerra durante la época de estigma que supuso la Guerra de los Balcanes, dividiendo, para Europa, el tiempo en dos partes, con mucho más rigor que el día en que cambió el siglo. Leídas años después, las crónicas de Alfonso Armada (Vigo – 1958) durante el asedio a Sarajevo, poseen la precisa inutilidad literaria que hace para el lector, y para cualquiera, una lectura tan valiosa como el oxígeno que producen las plantas que se salvaron en su día. La impresión de recuperarlas en la colección Lo Real, que dirige Jorge Carrión para la editorial Malpaso, es la de retornar al velero que ha permanecido olvidado en el amarre durante el invierno. A lo largo de los años, sabemos que no han cesado de crujir los amarres, porque sabemos que no hay invierno sin temporales. Pero Alfonso Armada se prometió volver a navegar esas aguas, porque a lo largo de los años no ha dejado de pensar un solo día en el velero y en las tempestades. La memoria viene a ser imprescindible para no considerarse un náufrago.
Al azote que en su día supusieron estas crónicas, que reflejan la hora punta de la guerra para la gente, se añaden las anotaciones que iba reflejando en sus cuadernos personales. De esta manera, a la crueldad que gestiona el afán de crueldad se enfrenta, a vuela pluma, la insignificancia del saberse humano. Al dolor social y al arrojo humanitarista que supone intentar ponerse del lado de aquel indefenso a quien le cercenaron su vida, se añade unos tintes de una humanidad que regresan a la esencia de no entender nada que tienen los adolescentes con la sensibilidad puesta al día. Frente a la dignidad de los demás, se lee el miedo propio; el coraje cívico contrasta con algo que no es enfado ni ganas de echarse a llorar, pero que se parece a ambas cosas con el volumen subido a plena potencia. Armada hace de la guerra algo suyo durante su viaje como cronista, y se da cuenta de que el dolor le supera y con el diccionario no le basta para expresarlo. Se siente vivo, desgarrado pero vivo, todo él carne cruda, tanto en las crónicas que escribe con un oficio impecable, como en los diarios en los que leemos que él ha sido algo más que un agente de la realidad.
La experiencia no es nueva. Hace unos años, una combinación idéntica se fraguó para dar lugar al libro Cuadernos africanos, que no estaría de más que volvieran a editarse. Al igual que en África, son los perdedores, los que han perdido no mucho, sino todo, los que muestran más compasión. Seguramente sea cierto eso de que existe mucha más humanidad, mucha más dignidad en el sufriente que en el vencedor. Las fotografías de Gervasio Sánchez, que acompañó a Alfonso Armada en los viajes, dan fe de ello en un reino que parece condenado a sufrir la violencia. Algo que también parece deducirse de esa gran crónica sobre la historia de la región que se titula Un puente sobre el Drina, escrita por Ivo Andric.

Fuente: La línea del horizonte

SHACKLETON


Shackleton, el indomable
Javier Cacho
Fórcola
Madrid, 2013
508 páginas



En una entrevista que concedió mientras preparaba la expedición del Endurance a la Antártida, Ernest Shackleton (Kilkea, Irlanda,  1874 - Georgia del Sur, 1922) describe los criterios con que se rige a la hora de elegir a los hombres que le acompañarían en una de las mayores hazañas de supervivencia de la historia del hombre: por orden riguroso, su prioridad era el optimismo, seguido de la paciencia; a continuación colocaba la fuerza física, después el idealismo y, por último, el valor. Y luego explicaba que todo hombre es o puede ser valeroso, pero que el optimismo contrarresta la desilusión, la impaciencia lleva al desastre y la fortaleza física no basta para neutralizar las desdichas del ánimo. Al margen del análisis psicológico sobre la tesitura del hombre que pasa por apuros, lo que hace Shackleton, en buena medida, es buscar a Hércules. O transformarse él mismo en Hércules, en un tipo cuya fuerza radica no tanto en su musculatura como en su certeza de la amistad, la lealtad, la bondad, la desesperación entendida como la necesidad de luchar contra el destino que parecen haber escrito para nosotros los dioses. Y la convicción de que la victoria no es derrotar al adversario, sino mantener la dignidad en la lucha.
Con este espíritu es como Shackelton protagoniza un episodio de la exploración que transforma la epopeya en una de las bellas artes. Atrapados en el hielo, con su barco, el Endurance, destrozado y devorado por el océano Antártico, un grupo de hombres se dispone a regresar a casa. Para ello cuentan con unos botes que deben arrastrar, el equipamiento básico, algunos perros y trineos y, sobre todo, un capitán capaz de transmitir la convicción de que ni siquiera la muerte es una derrota, de que si nos caemos es para aprender mejor que nos podemos levantar. Shackleton se nos presenta, en esta biografía escrita por Javier Cacho (Madrid, 1952), como un hombre poderoso, obstinado, puro, un tipo de principios, gran lector, muy religioso, generoso, sincero hasta la hecatombe, testarudo, consciente de su propia fuerza, sabedor de que hay algo especial dentro de él y, por encima de todo, pasional, muy pasional. El debate que nos deja la lectura de este Shackleton, el indomable, se refiere a la cualidad y el tono de la ambición del explorador irlandés.
Para presentarnos o volver a introducir en nuestras vidas a alguien que mereció no salir de ellas, Javier Cacho recurre a una estrategia sencilla, a una presentación cronológica de la vida del protagonista. No hay vaivenes temporales, como tampoco alardes prosísticos. Se trata, en definitiva, de convertirse en un buen divulgador. Anteriormente lo había hecho con el duelo entre Scott y Amundsen (Amundsen-Scott, duelo en la Antártida. La carrera al Polo Sur, Fórcola, 2011), en un programa como escritor que rinde tributo a su propia experiencia científica en la Antártida. Y para cumplir con su proyecto, se embarca en un minucioso estudio documental. Y pasa a ser exhaustivo cuando los personajes participan de las rutas antárticas. Y siempre manteniendo la distancia del narrador que reconoce, pero que no pretende transmitir la emoción con su estilo, dado que la emoción ya la puso Shackleton con su actuación sobre la Tierra. Una actuación que nos lleva a plantearnos la necesidad de este libro. Se trata, al parecer de Javier Cacho, no ya de reivindicar una épica, un lugar donde el sufrimiento físico y el terror, donde pasar hambre, sed, frío y sentir la mugre en la piel alcanzan cotas que bailan de un lado a otro del umbral de lo hermoso, sino de mostrarnos que hay un mundo que ha desaparecido que merece la pena leer. A la espera de que nos llegue la gran obra, posiblemente en forma de película, sobre Shackleton, no está de sobra pasar unas horas en su compañía a través de obras como la de Javier Cacho.

 Fuente: La línea del horizonte

SI NO TE GUSTA TU VIDA...


Si no te gusta tu vida ¡Cámbiala!
Jesús Calleja
Planeta
Barcelona, 2014
222 páginas



Bajo una acacia, un naranjo, un roble, es donde uno debe sepultar a los seres que ha querido. Y que seguirá queriendo aunque no entienda por qué no vuelven nunca a casa a la hora de la cena. A alguien que padecerá ese duelo el resto de su vida, porque llega un momento en que no quiere dejar de sentirlo, pues sería mayor el dolor por la culpa de creer que puede perder la memoria del ser querido que el anhelo de convencerse de que es capaz de ser feliz, con una felicidad sin prisas ni euforia, al tiempo que reconoce siempre la ausencia. El silencio del duelo es siempre un espacio cerrado en ese hogar que termina en la frontera de nuestra piel.
Recuerdo al protagonista de Doctor Zhivago, en la cinta de David Lean, pues he perdido un poco la exactitud de la novela, a quien no podía gustarle su vida. Era imposible que le gustara su vida cuando a su alrededor la gente moría bajo los más absurdos disparos que se han creado en la historia de la narración del hombre. Y también recuerdo sus complejos para tomar decisiones de amor. Cada vez que al protagonista se le venía toda la tribulación sobre los hombros y cargaba con muchísima tristeza, siempre hallaba un arresto para levantar la cabeza. Entonces veía la luna llena, las hojas saltando de los árboles en otoño, las golondrinas acuchillando el cielo.
Me resulta complicado conjeturar que pensaría el habitante de una Villa Miseria que acaba de enterrar a su hermano, o el propio Zhivago, si leyeran un libro como este que ha escrito Jesús Calleja. El título, sin duda obra de un departamento de marketing en el que la mayor parte del tiempo los trabajadores se dedican a afilar la punta de los lapiceros, es toda una declaración de intenciones: Si no te gusta tu vida, ¡Cámbiala! El subtítulo no tiene desperdicio: El desafío de hacer realidad tus sueños. En ocasiones uno siente el impulso de escribir al responsable de esta generación de sentencias de autoayuda para contestar, por ejemplo, que si no le gusta su vida lo que debe hacer es cambiar de gustos. O que si hacer realidad los sueños es un desafío, que visite el espectro humano donde miles de millones de seres siguen viviendo por la mera necesidad animal de seguir respirando, sabiendo que al día siguiente morirán de inanición, ignorando que exista una fuerza interior capaz de generar sueños.
Pero olvidemos los afortunados complejos publicitarios. Jesús Calleja, que no necesita presentación, ha escrito un libro autobiográfico en el que se muestra tal y como es, tal y como ha sido siempre. Un traidor al título del libro: Jesús disfrutó de su infancia, de sus iniciativas empresariales disparatadas, de sus primeros pasos como montañero y de sus empresas más atrevidas. Nunca ha sentido la necesidad de cambiar su vida por el hecho de que no le gustara, dado que, si uno sigue la velocidad a la que avanza su escritura, siempre la ha disfrutado.
Hay que estar de acuerdo con él cuando afirma que no cabe rendirse. Pero en ningún momento Calleja pierde esa energía, la misma que hemos visto tantas veces en la televisión, que indica que la derrota no es una opción. Que escoja lo que escoja, al final uno siempre sale ganando. Porque se ha reinventado un poco, a pesar del miedo. O de un miedo que sospechamos real, que seguro que ha sido real. Porque cierto efectismo con el que se critican sus documentales y que comparte este libro, ese que nunca le llevará a ganar un premio en el Festival de Cine de Montaña de Banff, no basta para ocultar su valor o su locura.
Calleja nos lleva por los episodios más importantes de las aventuras que protagonizó para grabar episodios de Desafío extremo. No se puede negar que hay un poco de narcisismo, pero tampoco que si uno se lo encontrara en un refugio de montaña, se haría un sitio a codazos, a su lado, para charlar con él. Porque alguien que es un divulgador tan enérgico tiene que ser, a la fuerza, un conversador brioso.
El resto, esos comentarios acerca de que con la fuerza de voluntad uno puede conseguir lo que quiera, hasta sus sueños, lo dejamos, mejor, para quien quiera hablar de otro tipo de publicaciones. A mi juicio, hay ciertos tipos de terapia, centradas en esos principios, que al negar la aceptación niegan, precisamente, la calma, la tranquilidad, la felicidad de inventarse sueños inalcanzables. Pero creo que Jesús Calleja no estaría del todo en desacuerdo conmigo. Además, siempre me llevan a recordar al comentario que el personaje que interpreta José Sacristán en la magnífica cinta Un lugar en el mundo, le dice al muchacho que le acompaña a lo largo de casi toda la acción: “Si quieres tener dinero lo tendrás. Serás una mierda de tío, como yo, pero tendrás dinero”.

Fuente: La línea del horizonte