Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado
Maya
Angelou
Traducción
de Carlos Manzano
Libros
del Asteroide
Barcelona,
2016
348
páginas
Desde
que la serpiente mordió en la nuca a Eva para que esta se volviera contra ella,
y así poder comprar el perdón a precio de una pieza de fruta, nada hay como el
sentimiento de culpa a la hora de necesitar dejar un testimonio. A lo largo de
estas memorias, del primer volumen de estas memorias de Maya Angelou
(Marguerite Annie Johnson: San Luis, Misuri, 1928 – Winstom-Salem, Carolina del
Norte, 2014) ese inmerecido sentimiento flota como parte indivisible de los
átomos que componen el aire que se respira. No sabe bien la razón por la que
empieza a escribir, de hecho, lo hace con su primer recuerdo sólido de infancia
para seguir un orden cronológico hasta cuando abandona cualquier tipo de
ingenuidad, pero sabe que está saldando deudas. Y que esta sanación deberá
estar al alcance de cualquiera de las personas que la han rodeado en su vida.
Consciente de que escribe para gente humilde al igual que para cualquier
erudito, Angelou no se complica en la redacción. La impresión que da es tiene
al lector metido en la cabeza, pero sabe quién es ese lector. Puede que el
destinatario de cada párrafo sea una persona diferente, aunque seguro que
siempre serán sus hijos, pero no deja de escribir con un lector en sus
intenciones, en su prosa sencilla, directa. En ocasiones seca.
Sobre
todo cuando uno tiene la impresión de que debería mostrar más las emociones,
desnudarse de otra manera. Como en el pasaje en que es violada contando ocho
años de edad, donde apenas existe la descripción. Pero esas dos palabras que
ella utiliza harían callar a cualquier orquesta. La sensibilidad de Angelou es
de tal grado que conviene no mover demasiado las piezas, que si en lugar de
este testimonio de supervivencia, épico, que nos lleva de viaje al sur de los
Estados Unidos, se hubiera dedicado al verso, la crudeza saldría fuera del
reglamento de cualquier gramática. Pero ella se centra en la epopeya de la
primera mujer negra que consiguió trabajar en los tranvías de San Francisco,
aunque fuera en el turno de noche y sin haber alcanzado la mayoría de edad.
Pero esa sensación de haber sobrevivido donde tantos se vieron ahogados en el
fango, es la que consigue que flote, a lo largo de todo el relato, la pregunta
que no se formula: ¿por qué yo? Eso al alcance de tan pocos escritores, de los
mejores, ese testimonio de su verdad sin alardes y si autocompasión, es lo que
consigue centrar el discurso en el único tema realmente válido a la hora de
construir un relato: la forja de una dignidad.
Y
para ello, sí, se vale de lo poco que ha amado, sobre todo de la presencia de
su hermano, a quien vive como una alma gemela. Y de la ausencia de unos
verdaderos padres. Angelou vuelve a ver con los ojos de la niña que fue. En un
extraordinario ejercicio de empatía con la memoria, vuelve a entender el mundo
adulto como lo entienden los muchachos de siete, nueve, doce años. Y lo
interpreta como un mundo lleno de premoniciones y secretos, todos vedados para
ella. No hay el menor atisbo de que sepa cómo finalizará su vida, por más que
esta obra esté escrita en plena madurez y sea parte de un río que seguirá con
otros seis volúmenes. Que esperemos ver editados en breve, confiando en
que sean tan extraordinarios como este
viaje. Esta impostación literaria es perfecta: el adulto que escribe, el niño
que narra, ve y critica con la sensatez de un preadolescente, con su conciencia
de marginación social. La niña que descubre la muere y la adolescente que hinca
los dientes en el sexo. Y la religión como un inútil consuelo de los
desfavorecidos, esa misma religión que nos atribuye sentido de culpa porque sí,
por capricho. “Me volvió, como un amigo muy añorado, la antigua sensación de
culpa”, comenta hacia el final del libro, cuando ya hemos descubierto que de
eso trata la épica, cuando ya hemos descubierto que en la culpa se encuentran
los vínculos que retardan la sensación de sentirse digno.
Fuente: Culturamas
No hay comentarios:
Publicar un comentario