En el paraíso
Peter
Mathiessen
Traducción
de Javier Calvo
Seix
Barral
Barcelona,
2015
248
páginas
18,90
euros
Cárceles
distintas
Si
uno se siembra a sí mismo, se abona, se poda, se riega, se cuida de las plagas
e indaga cualquier método de fertilización, descubrirá que cualquier sedante
que le ocasione sueños azules tendrá idéntico efecto placentero al de caminar
por los valles inhóspitos de una gran cordillera. Es probable que el gran
animal mágico aparezca antes en el primer que en el segundo caso, pero será con
ocasión del paseo, duro y hermoso, cuando uno se dará cuenta de que prefiere
llenar sus minutos de batallas de amor, aunque sean imaginarias, antes que
colmar el cerebro de virtudes intelectuales que le ayuden a explicar cómo se
pudrió la cosecha que conocemos como gente. Cada hombre, cada mujer, cada niño
y cada anciano es un acto de amor; pero cuando se forman comunidades el suelo
pierde los buenos nutrientes y termina por aparecer un mar de espigas
tenebrosas. Sobre esos principios se asienta la literatura y la vida de Peter
Mathiessen (Nueva York, 1927 – 2014).Incluida esta obra póstuma, esta novela, En el paraíso, que va siendo menos
extraña y por tanto más humilde, a medida que uno avanza en su lectura.
Todo
comienza con la reunión de un grupo ecuménico en los terrenos de un oxidado
campo de concentración nazi. En ningún momento se explica quién es el
responsable de la congregación, cuya finalidad tiene una suerte de retiro
espiritual que no deja de ser un turismo encubierto o travestido. La paradoja
de mezclar espiritualidad con Auswitchz da pie a un absurdo que permite a
Mathiessen reflexionar con una libertad inaudita acerca del destino de la
humanidad. Su narrador navega preguntándose por la verosimilitud de aquello que
hemos sacralizado. Llega a cuestionarse la inocencia de todas las víctimas de los campos de exterminio. Incluso en un
momento de tensión, alguien pone en boca de parte de la multitud la afirmación
de que los judíos se están excediendo al mascar tanto los huesos podridos de
sus viejos cadáveres.
“-¿Y
para eso has venido hasta la puta Polonia? ¿Para oír silencio? Y un cuerno. Te
crees que vas a oír voces perdidas, ¿verdad? Igual que los demás (…). Mira,
¿por qué no te unes a toda esa buena gente, profe? Da tu testimonio como un
buen chico o haz lo que coño sea que creen que están haciendo”. Con esas frases
tortura un personaje a Clement Olin, el protagonista, que viaja con la
intención de investigar sobre un superviviente. Pero cerca ya del fin, se da
cuenta de que prefiere llenar su tiempo con batallas de amor. Atrás quedan
páginas en las que se cuestiona qué es lo que de verdad nos conmueve y cuánto
hay de pose en la supuesta conmoción. Para ello, Mathiessen construye una
polifonía en la que los distintos motivos para trasladarse al pasado chocan.
Choca el budista con el católico, el judío con el palestino, el alemán con el
otro alemán… Y todo esto bajo el pretexto, también, de estar siendo filmados
para un supuesto documental. Pero a estas alturas, ¿se puede documentar más la
Shoah? ¿Se puede documentar el mal y las distintas formas de afrontarlo, entre
las que se incluye la huída? De ahí que Clement Olin, un tipo con muy poca
confianza en sí mismo, solo sienta paz al caminar en solitario. Como le
sucediera al autor mientras elaboraba su obra maestra, El leopardo de las nieves. Porque parece intuir la imposibilidad de
sellar tanta vergüenza con más pequeñas vergüenzas, con los sofismas cínicos o
las burlas con que se tratan.
Todo
ello regado con las asociaciones bárbaras, tanto en la memoria como en los
tropos, que un estilista de primer orden, bien traducido por Javier Calvo, se
puede permitir: “las buenas intenciones se están erosionando igual que los
hocicos de las gárgolas de piedra de las cúspides de las catedrales”. No sobra
ni una palabra, todas pesan: erosión, hocico, gárgola, piedra, cúspide,
catedral… Desgaste, olor, monstruo, inmóvil, tocando el cielo, religión.
Metáfora de un exceso de realidad.
Fuente: Revista de letras
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