El hombre de los dados
Luke
Rhinehart
Traducción
de Manuel Manzano
Malpaso
Barcelona,
2016
571
páginas
“Un
caos brillante: eso es lo que será mi autobiografía”. Que el caos es más
creativo que el orden es una afirmación tan cierta como discutible. Pero si no
es el caos, por encima del orden, lo que rige nuestras vidas, entonces, ¿qué
nos queda? La nada. Porque una vida previsible es una vida que no merece la
pena ser vivida. Es la vida de Mersault, el protagonista de El extranjero. Es
la vida de Ronqetin, el protagonista de La náusea. Es la vida de los personajes
de Unamuno, siempre a la espera de que algo que venga del exterior les dé un
empujón para sacarles de esa rutina nihilista. Es la vida, para expresarlo
mejor, del que escribe esto y del que lo está leyendo. Es nuestra vida, cuyo
futuro es tan fácil de descifrar como una poesía de Gloria Fuertes. Es una vida
que no merece la pena vivirse, a no ser que la casualidad te haga encontrar una
pistola en la playa y a un desconocido que, de repente, dejas de ver como un
ser humano para identificarlo con una diana. Es gris. Es mala. Es aburrida. Un
latazo, un asco, una sobredosis de lo mismo. Lo cierto es que nada debe ser tan
aburrido como la sala de trabajo de un psicoanalista, donde se expone una y
otra vez el mismo llanto burgués, aferrado al orden. De ahí que un psiquiatra
decida abandonar tanta desidia para dejar que sea el caos de los dados lo que
decida el movimiento que comenzará a ejecutar un segundo después. Que Dios no
juega a los dados también es una afirmación tan cierta como discutible. Si es
que existe Dios. Alguien a quien de alguna manera, imita el protagonista de
esta novela, El hombre de los dados, hasta el punto de convertirse, sin
encomendarse al Diablo, en un ser desagradable. El imperativo de los dados no
tiene por qué ser agradable. En primer lugar, escribe en las caras de los dados
varias opciones y luego ejecuta el dictado de lo que salga, incluida una
violación. O cualquier acto que le pueda traer problemas. En ocasiones su falta
de sensibilidad es de tal calado que parece estar mostrándonos un camino por el
que avanzar: solo merece la pena hacer aquello que te lleva a la cárcel. O al
tanatorio.
El
caos es más creativo que el orden. Pero puede ser un disparate. Y la vida
entonces te pone en guardia. Lo que venga a continuación no hay que tomárselo a
broma. Nuestro recurso para saludar a esa incertidumbre negra que se abra bajo
nuestros pies es el humor. Aunque, como en el caso de este libro, del narrador
de este libro, ese humor sea irónico y hasta cínico. Ahora bien, si la
alternativa es Oblómov, el abúlico personaje de la novela de Goncharov, casi
que uno prefiere la anarquía de los dados o jugar a atravesar la autopista una
y otra vez, cronometrando cuánto tiempo transcurre antes de que te atropellen.
Que Dios juegue a los dados, decirle lo que tiene que hacer, obligarle a que no
escriba nuestro futuro en las estrellas. Obligar a Dios al azar. Generar cada
instante del mundo, que es el propio, el que nos rodea a generarse de manera
fortuita. Bertrand Rusell aseguraba que no veía la razón por la que el universo
no se hubiera creado por azar. El protagonista de El hombre de los dados, tampoco. Y lo crea con cada tirada, para
ser así, una y otra vez, un hombre nuevo. Para reinventarse sucesivamente, en
el orden cronológico, que es el único orden que acepta, el único que está por
encima de él. Pues pretende demostrar que el resto puede ser dominado. Pero no
solo la cesta de la compra o incluso si viola a una mujer. También la actitud
hacia sus pacientes y la suplantación de personalidad por una inventada.
El hombre de los dados,
escrita por el psiquiatra George Cockcroft (Albany, 1932) escondiéndose tras un
seudónimo, es un experimento sobre el cambio de personalidad, sobre la
destrucción de la personalidad. Y para destruir una única personalidad
dominante hay que ser capaz de desarrollar muchas personalidades, elegidas al
azar, decididas por el caos. En un momento de la novela, Cockcroft esconde una
clave para su interpretación: vincula los dados y la esquizofrenia: “La personalidad del esquizofrénico se
escinde y se multiplica contra su voluntad; él ansía la unidad. Yo he creado
conscientemente la esquizofrenia”. Así de claro, contundente y razonable es el
fundamento de la revolución propuesta por Rhinehart. “Los hombres llevan
demasiado tiempo admirando a Prometeo y a Marte –afirma en el capítulo
diecisiete– nuestro dios debe ser Proteo”. ¿Estamos asistiendo al libro de un
esquizofrénico? Tal vez sí. Pero también es cierto que detrás del narrador hay
un autor que sabe perfectamente a dónde quiere guiarnos. Y para ello intercala
hipertextos, una polifonía de citas de diferentes religiones o espíritus,
sustituyendo a Dios o a la ausencia de Dios por los dados. Y finalmente, cuando
ya está convencido de que los dados son la única verdad, predica la necesidad
del Hombre Aleatorio. Evangeliza, y para ello crea una fundación tras dejar
embarazada a una mujer, perder un juicio –perder su juicio- contra la
Asociación Psiquiátrica de Nueva York, abandonar a su familia, ser cómplice de
una fuga de internos en un centro psiquiátrico, participar en un programa de
televisión donde su arrogancia determina la humillación que sufre, vagabundear
y, como no podía ser menos, quitar alguna vida.
En el hombre de los dados, un exitoso
psiquiatra neoyorquino, que comparte nombre con el narrador de esta historia,
entra en crisis (o más bien en barrena) y comienza a poner en duda los
procedimientos «científicos» que lo han convertido en una eminencia. Esa
incertidumbre lo llevará a abrazar el azar como paliativo para la neurosis y
los dados como antídoto contra el agobio de la libertad cotidiana. El médico de
almas se abandona a una alegre espiral de sexo, droga, violencia y mentira que,
paradójicamente (o no), le abre de nuevo las puertas del prestigio social:
miles de chalados lo admiran con devoción religiosa y se convierte en el mesías
de una secta descabellada. Y lo que para él empezó como un juego acaba en
infierno y para nosotros en una catarata de risas.
¿Moraleja? Tal vez no hay respuestas
inapelables; tal vez debemos aprender a vivir con nuestros demonios; o sea, a
convivir con nosotros mismos. O tal vez ocurra lo opuesto. Aunque lo más
probable (dentro de lo aleatorio) es que no tengamos ni la más remota idea.
Fuente: Culturamas
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