Pequeños tratados
Pascal
Quignard
Traducción
de Miguel Morey
Sexto
piso
Madrid,
2016
908
páginas
Nostalgia
de la conversación
La
expresión la utiliza el propio Pascal Quignard (Francia, 1948) refiriéndose a
los ensayos de Montaigne: nostalgia de la conversación. Efectivamente, la
lectura de los textos de Montaigne nos remite a un hombre cuyo deseo es
reflejar el diálogo con algún semejante. Dada la imposibilidad y el momento crepuscular
que cree estar viviendo, ese echar de menos se compensa con la glosa de la
reflexión. Pero esa misma expresión se podría referir a estos Pequeños tratados
de Quignard, que Sexto piso trae a las librerías en una bonita edición en dos
volúmenes, con su cofre, y una muy cuidada traducción de Miguel Morey. Cada
momento, desde el que ocupa una línea hasta los que se extienden a lo largo de
cuatro o cinco páginas, es un apunte sobre la veleidad de Quignard, que se ve
privado de un conversador que participe de su erudición y su gusto por los
rompecabezas filológicos, por culpa, seguramente, del destino que no maneja.
Que
es, pues, lo que está en su mano. En primer lugar, ese proyecto para una moral
del que solo se atreve a referir el gusto por la belleza, por una belleza sin
afectación. Podríamos pensar en Pascal como referente, pero Quignard busca algo
más poético y abierto, una idealización o un ideal que solo se atreve a
reconocer en la lectura. Pero sin afirmar nada. Siempre dudando: “¿De la
violencia de qué deseo purga leer”?, se pregunta. Todo lo que tenga que ver con
la historia y la filología del libro, de la lectura, del texto, de la
comunicación, de la lengua, de la literatura entra en estos fragmentos
construidos a base de disociar y de asociar. En estas disociaciones y
asociaciones se permite una libertad muy entera, hasta el punto en que nos
preguntamos si se está tomando a sí mismo en serio, y de hacerlo en qué grado.
El traductor, en un prólogo que debemos leer, nos advierte de este hecho, dada
la etimología y la forma final que tiene la lengua en la que se expresa, que es
el francés. De hecho, algunos de los textos pueden parecer que no son muy
limpios o que son pirotecnia, si no se reconoce su origen y el trabajo de un
traductor a quien no le queda más remedio que recurrir a los barbarismos.
Aunque en general los explica en condiciones.
Los
Pequeños tratados, por otra parte,
nos remiten al encuentro ocasional con la sabiduría, siempre y cuando
reduzcamos la misma a la condición de serenarse. No existe sabiduría si no
ayuda al reposo. Ni siquiera cuando lo que plantea sean enigmas, variaciones
sobre un mismo tema que culminan en interpretaciones abiertas. Tal vez,
Quignard crea que el vacío es el lugar donde mejor se descansa, algo que
deberíamos plantearnos si pretendemos viajar libremente para quedarnos allí
donde nos encontremos cómodos. La escritura de Quignard puede ser automática o
reflexiva. En el segundo caso, hay que mencionarlo, nos recuerda al Libro del desasosiego: la literatura se
arrima a lo vital. En el primero, Quignard muestra su gusto por las paradojas y
las aporías, con frecuencia obra de la etimología o de la reducción
etimológica. La sensación que se impone es la de que el equilibrio es lo que se
encuentra a mitad de camino entre lo comprensible y lo incomprensible. Si no
aceptamos que una buena parte de los acontecimientos y las reacciones no las
podemos entender, difícilmente podremos descansar.
Todo
esto, el lenguaje y la lectura, el proyecto estético que es duda y la memoria,
que es su herramienta de trabajo, atiende a la construcción del pensamiento. Lo
que no logramos pensar mediante el lenguaje pertenece a lo salvaje. Aunque el
lenguaje y la literatura tampoco será lo que nos redima. Es una religión sin
mito. Roba la magia e impone el misterio. Como tal, se va construyendo en base
a tríadas: libro/página/papel; voz/trampa/retórica/;
lengua/experiencia/silencio; metamorfosis/ transporte/trazo;
imagen/designar/esconder. Y, por supuesto, la música, siempre presente en la
obra de Quignard. Las referencias, como no podría ser de otra manera, son a los
clásicos griegos y latinos. Dado que las primeras formas de literatura no
fueron escritas, la lectura, entiende Quignard, es parte del cuerpo. De ahí que
la reflexión, también parte del mismo cuerpo del que nace la literatura, sea
sobre la reflexión; de ahí que pensar nos dignifique con una naturaleza
sentimental. Y que si existe una forma de cultivar la lengua, se atreva a
hablar de la agricultura del lenguaje. Tal vez en eso consistan estos Pequeños tratados, en una selección de
lo que se menta o no, como quien selecciona las mejores semillas para cultivar
en la tierra de la que dispone.
Pero
no siempre es tan profundo. En ocasiones se aprovecha de la etimología para
establecer un juego literario. De la etimología extrae nuevos sorprendentes
significados, distintos de los que se han impuesto a través del consenso
social. Y el lenguaje, como nuestros cuerpos, también pertenecen a los social.
En ese sentido, son las dos únicas propiedades universales que poseemos.
Quignard se aprovecha de esta universalización para contar con que sus Pequeños tratados poseen diversos
estratos de lectura. De alguna manera, y en algún momento de forma explícita,
esta ciencia que es la lectura, con sus estratos, no es ajena a la lucha de
clases. Pero no es ese el tema principal que unifica esta obra. Más bien, se
diría, Pequeños tratados trata sobre
la decadencia, o advierte sobre la decadencia de la lengua, de la lectura, que
se refleja en la pérdida de contacto con la naturaleza.
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