martes, 3 de octubre de 2017

LA OTRA CARA DEL MAR

La otra cara del mar

Louis-Philippe Dalembert

Traducción de Manuel Serrat Crespo

El Cobre
Barcelona, 2004
186 páginas
15 euros

El pueblo de la isla


Esta es la historia de Haití a lo largo del siglo XX, el país más pobre de América, porque es la historia de sus habitantes. Es fácil olvidar, ante imágenes de catástrofes o informaciones políticas y de actuaciones militares, ante cifras de miseria o el impacto visual de una jaula de costillas en la foto de un niño hambriento, que la gente también se quiere, que la gente tiene familia, que un nieto adora a su abuela y que una abuela se desvive por su nieto. Como Grannie y Jonas, los dos protagonistas y narradores de esta novela en la que el sufrimiento queda más allá de la narración, en algún lugar oculto por el silencio que produce una falta de diálogos que es todo un tributo a la tierra donde nació Dalembert. Pues aunque él, Dalembert, haya elegido o se haya visto obligado a residir fuera de Haití, los dos personajes deciden vivir en una ciudad que no tiene nombre, pero en la que es sencillo reconocer a Puerto Príncipe: ella, la anciana, tras sobrevivir a las tragedias esclavistas del exilio, y él, el joven, pese a tener el alma dividida por culpa del amor. De alguna manera, esta novela trata sobre la necesidad de tener raíces.
Estructurada en tres tiempos, como una sinfonía en la que el segundo movimiento actúa de bisagra para aclararnos a qué se debe el cambio de voz, a la vez que se explican las razones que hacen de la relación entre abuela y nieto, la expresión simbólica de la ternura, un hecho digno de reseñar. En el primer capítulo, tal vez el mejor, la anciana recuerda su vida como el que cierra los ojos y deja que sean las imágenes las que vayan acudiendo a las pantalla de sus párpados, esforzándose, muy levemente, en otorgarlas un orden cronológico. Durante su infancia la familia huye de la ciudad por la salida que no cubren los invasores o el mar, es decir, hacia las colinas y los sueños. Sobreviven a la esclavitud y a la cacería humana, en unas secuencias bellamente narradas, a las que asistimos desde el recuerdo parcial de la mirada de la niña aunque, por un buen hacer narrativo, somos capaces de comprender todos los acontecimientos. La vida continúa desplegándose alrededor de esta niña, con la resignación de quien acepta el dictado de un Dios inclemente que ha decidido que ellos sean pobres, y pretende responder a la pregunta de si esos sucesos que ha vivido son una vida, no disponiendo de otra herramienta que no sea su memoria.
A continuación, el segundo capítulo es un paseo por una ciudad oscura, violenta y pobre, acompañando al nieto, Jonas, en el que se nos explica que su abuela es para él un faro sólido, endurecido por su pasado, al que agarrarse cuando se flota sobre el mar podrido.
En el tercer capítulo será el nieto quien nos hable de su juventud, de su debate entre el amor adolescente, el primer amor que será el verdadero, y la resistencia política. Al tiempo que se descompone su ciudad, asiste al envejecimiento de su abuela, hasta que el final, trágico, sucede: la gente se encomienda a Dios y se embarca para buscar la otra cara del mar, ante los ojos incrédulos de una anciana, que regresa a su condición de verdadera protagonista de la novela: tras sobrevivir durante su infancia al drama del desarraigo, al viaje a pie por las colinas y la selva perseguidos por cazadores y perros, y a la pérdida de un hermano, acaba asistiendo, por televisión y vía satélite, pese a que aquello está ocurriendo a pocos metros de donde ella se acuna en una mecedora, a la muerte de un pueblo entero. Aquel al que pertenece Louis-Philippe Dalembert y del que nada sabríamos de no ser porque editoriales como El Cobre se preocupan por testimoniar para nosotros su existencia.

Fuente: Tribuna/Culturas

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