La otra cara del mar
Louis-Philippe Dalembert
Traducción de Manuel Serrat Crespo
El
Cobre
Barcelona,
2004
186
páginas
15
euros
El pueblo de la isla
Esta es la historia de Haití a lo largo del siglo XX, el
país más pobre de América, porque es la historia de sus habitantes. Es fácil
olvidar, ante imágenes de catástrofes o informaciones políticas y de
actuaciones militares, ante cifras de miseria o el impacto visual de una jaula
de costillas en la foto de un niño hambriento, que la gente también se quiere,
que la gente tiene familia, que un nieto adora a su abuela y que una abuela se
desvive por su nieto. Como Grannie y Jonas, los dos protagonistas y narradores
de esta novela en la que el sufrimiento queda más allá de la narración, en
algún lugar oculto por el silencio que produce una falta de diálogos que es
todo un tributo a la tierra donde nació Dalembert. Pues aunque él, Dalembert,
haya elegido o se haya visto obligado a residir fuera de Haití, los dos
personajes deciden vivir en una ciudad que no tiene nombre, pero en la que es
sencillo reconocer a Puerto Príncipe: ella, la anciana, tras sobrevivir a las
tragedias esclavistas del exilio, y él, el joven, pese a tener el alma dividida
por culpa del amor. De alguna manera, esta novela trata sobre la necesidad de
tener raíces.
Estructurada en tres tiempos, como una sinfonía en la que
el segundo movimiento actúa de bisagra para aclararnos a qué se debe el cambio
de voz, a la vez que se explican las razones que hacen de la relación entre abuela
y nieto, la expresión simbólica de la ternura, un hecho digno de reseñar. En el
primer capítulo, tal vez el mejor, la anciana recuerda su vida como el que
cierra los ojos y deja que sean las imágenes las que vayan acudiendo a las
pantalla de sus párpados, esforzándose, muy levemente, en otorgarlas un orden
cronológico. Durante su infancia la familia huye de la ciudad por la salida que
no cubren los invasores o el mar, es decir, hacia las colinas y los sueños.
Sobreviven a la esclavitud y a la cacería humana, en unas secuencias bellamente
narradas, a las que asistimos desde el recuerdo parcial de la mirada de la niña
aunque, por un buen hacer narrativo, somos capaces de comprender todos los
acontecimientos. La vida continúa desplegándose alrededor de esta niña, con la
resignación de quien acepta el dictado de un Dios inclemente que ha decidido
que ellos sean pobres, y pretende responder a la pregunta de si esos sucesos
que ha vivido son una vida, no disponiendo de otra herramienta que no sea su
memoria.
A continuación, el segundo capítulo es un paseo por una
ciudad oscura, violenta y pobre, acompañando al nieto, Jonas, en el que se nos
explica que su abuela es para él un faro sólido, endurecido por su pasado, al
que agarrarse cuando se flota sobre el mar podrido.
En el tercer capítulo será el nieto quien nos hable de su
juventud, de su debate entre el amor adolescente, el primer amor que será el
verdadero, y la resistencia política. Al tiempo que se descompone su ciudad,
asiste al envejecimiento de su abuela, hasta que el final, trágico, sucede: la
gente se encomienda a Dios y se embarca para buscar la otra cara del mar, ante
los ojos incrédulos de una anciana, que regresa a su condición de verdadera
protagonista de la novela: tras sobrevivir durante su infancia al drama del
desarraigo, al viaje a pie por las colinas y la selva perseguidos por cazadores
y perros, y a la pérdida de un hermano, acaba asistiendo, por televisión y vía
satélite, pese a que aquello está ocurriendo a pocos metros de donde ella se
acuna en una mecedora, a la muerte de un pueblo entero. Aquel al que pertenece
Louis-Philippe Dalembert y del que nada sabríamos de no ser porque editoriales
como El Cobre se preocupan por testimoniar para nosotros su existencia.
Fuente: Tribuna/Culturas
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