El diario Down
Francisco
Rodríguez Criado
Ediciones
Tolstoievski
Alicante,
2016
122
páginas
A
lo largo de la historia se han cometido innumerables crímenes con los verbos y
los adjetivos, que son herramientas para dialogar o para regalar el descanso de
la lectura. Así ha llegado un momento en que ese adverbio que un hombre ingenió
para asustar a los niños y evitar que salieran de noche, con el tiempo se ha
fabricado en serie, como los coches o las armas, produciendo millones de libro
cuyo uso más apropiado debería ser el de calzar muebles. La novela ha muerto
tantas veces porque hay mucho novelista mediocre. El pensamiento no parece
avanzar porque no se ha repetido un tipo como Sócrates, y de no existir el
Cantar de los Cantares no existiría ningún verso. Quedaría algo de teatro eso
sí, pues siempre hay un primate dispuesto a la pantomima. Muchos de estos
textos que sobra son fruto de un momento de enajenación, cuando alguien creyó
que nos haría creer una historia que nadie nos ha contado, daba igual si la
historia era de regadío o de secano, o si los versos repetían las rimas más
cursis.
El
siglo que murió hace quince años nos dio básicamente una idea literaria: que
ahora solo cabe inventarse a uno mismo, y que los demás decidan si ese invento
mereció la pena. Esa lección la aprendimos de Faulkner, quien a su vez la
aprendió de Conrad, pero sobre todo la aprendimos de Kafka. El escritor checo
jamás escribió con la conciencia de que estaba innovando la literatura hasta el
punto que nada volvería a ser lo mismo, ni siquiera lo que se había escrito
antes de que él naciera. Pero también la suerte de los acólitos de Kafka, los
que supieron inventarse con tanto talento tocó a su fin, tal vez con Thomas
Bernhard y a partir de entonces ni narrativa ni ensayo, ni poesía ni teatro
resistieron la embestida del que probablemente sea el género del momento, el
que merece la pena leer, que es el testimonio.
Ahí
está, sin ir más lejos, el arrebato de Anatole Broyard, Ebrio de enfermedad, la gran obra maestra de la literatura
testimonial. Aunque en este caso el testimonio coloca su corazón al desnudo,
sin pudor, como también hizo Harold Brodkey en Esta salvaje oscuridad, y Julian Barnes en algunos pasajes de Nada que temer. Sin embargo El diario Down no entra dentro del
testimonio del yo, porque es el yo quien cultiva la enfermedad; el yo de esta
obra testimonial padece dolor, pero es lo bastante inteligente como para
reconocer cuáles son los límites de su sensibilidad y no practicar el
sufrimiento. El narrador es el padre de un niño con síndrome de Down. En ese
aspecto, de igualarse a alguien sería a Kenzaburo Oé. Pero a diferencia del
escritor japonés, el narrador entiende desde un principio que su salvación, y
la de su hijo, pasa por el concepto de antihéroe. Uno lo es por supervivencia,
el otro por la necesidad de seguir respirando. De este modo, el libro se
plantea en un lenguaje que expresa más un homenaje, destinado a la lectura de
los amigos, que la dureza de la vida. Un homenaje a las cosas buenas que a
pesar de todo nos salen al paso. Algunos llamarían a esas cosas con el
apelativo de consuelo, pero tal vez hayamos minusvalorado el consuelo. Al fin y
al cabo, el consuelo sirve para sonreír.
De
esta forma, el narrador empieza un diario en el momento en que recibe la noticia
de la enfermedad de su hijo, un diario que parece estar escrito muchos años más
tarde, cuando ya ha reposado lo que pudo haber de violento. Porque no niega la
violencia, sencillamente la esquiva sin perderla de reojo. De esa manera, con
esa forma de relatar los días y las noches, Francisco Rodríguez Criado se
coloca en la posición de un hombre de paz. La teoría para conseguirlo es tan
sencilla como complejo el llevarlo a la práctica: se trata de cambiar tus
sueños por las realidades, y luego aceptarlas.
Fuente: Revista de letras
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