El aturdimiento
Joël Egloff
Traducción de Tamara Gil Somoza
Lengua de Trapo
Madrid, 2006
136 páginas
14,60 euros
Con los pies en la basura
Lo más extraño de esta obra no es
lo que el autor propone, sino, paradójicamente, aquello que no se planteó como
objetivo. No es difícil adivinar y comprobar cuáles son las intenciones de
Egloff. Basta echarle un vistazo por encima para identificar la lectura
metafórica de esta ciudad que crea, a la que no le dedica más que una
descripción, al inicio de la novela, y que tiene por atmósfera la inmundicia.
Dada la índole ficticia, tal vez demasiado ficticia, hasta el extremo de sacar
al lector de su comunión con la propuesta narrativa, uno se traslada
inmediatamente al género de la ciencia ficción, donde las sociedades dibujadas
son un vaticinio y, por lo regular, una denuncia. El protagonista, un neurótico
pusilánime, huérfano y medio sordo,
pertenece a los estratos bajos de la urbe, sobrevive trabajando en lo más
oscuro, que es el matadero, donde se sacrifica cualquier tipo de animal
doméstico en una cadena de liquidación y despiece en la que puede llegar a
aparecer el cadáver de un ser humano. Las vacaciones de su infancia las pasó en
un lugar de veraneo junto a la depuradora, en cuyos tanques iba a bañarse en
compañía de su primera novia. Cuando de la ciudad se apodera la niebla ésta es
tan densa que distorsiona hasta la voz, que impide la percepción de la propia
mano. Y por la ciudad, a la hora del crepúsculo, vagan jaurías de perros
sarnosos dispuestos a robar la comida o los trozos de pantorrilla del que se
descuide. A todo esto cabe añadir algún capítulo con piezas tan esperanzadoras
como la luz al final del túnel, como es el caso de un atisbo de puesta de sol,
o una capa de olor a primavera que flota, minuciosa y tenue, durante unos
segundos por la ciudad. Estos capítulos son los más cortos, pues obedecen a
plumazos de esperanza. Por el contrario, Egloff se entretiene con ese
secundario que vive en el desguace, que atiende a sus visitas en los asientos
de los vehículos, o en la imposibilidad de dar la noticia de un fallecimiento a
una viuda.
Una vez expuesta la intención de
denuncia, la metáfora que no precisa aclaración, al lector le queda por
comprobar si el tono designa algo, si esa labor entre la ironía y el existencialismo
sucio trascenderá más allá del entretenimiento. Y será ese misterio, que Egloff
deja sin resolver, suponemos que intencionadamente, lo que más incomoda de la
novela. ¿A qué se debe el paso de aviones que participan de una realidad
paralela, que dejan caer sus restos sobre los hogares hasta el punto de que los
habitantes se ven obligados a dormir con casco? ¿Pretende forzar una sonrisa o
pretende forzar la irrealidad para hacerla increíble? En este caso, ¿qué busca
un autor que saca a sus lectores de la narración? En principio, este no es un
objetivo corriente en la historia de la literatura. Acaso sea esa comprometida
simbiosis de humor y denuncia lo que no termina de funcionar en esta obra, lo
que la transforma en una lectura en la que los atisbos de otra vida posible,
extraídos de las conversaciones entre el protagonista y su mejor amigo, son lo
más convincente. Es posible que falte un poco de rigor, ese que hace al autor
abandonar constantemente los términos referidos a la basura y a las complicaciones
de sobrevivir, en aras de lo absurdo, y que podría haberse solucionado con un
poco más de trabajo, pues facilidad inventiva no le falta a Egloff. Por eso no
deja de ser insólito el final, que es una metáfora dentro de la metáfora de la
narración, con ánimo de expresar los límites del desconsuelo. Más aún teniendo
en cuenta que uno sueña de noche, y que en esta ciudad constreñida no existe
diferencia entre la luz de la noche y la del día. Cuando Egloff habla de un
tiempo de perros en una noche polar, se limita a solventar el problema de no
habernos transmitido esa sensación durante el relato.
Fuente: Culturas/Tribuna
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