martes, 3 de octubre de 2017

EL ATURDIMIENTO

El aturdimiento
Joël Egloff
Traducción de Tamara Gil Somoza
Lengua de Trapo
Madrid, 2006
136 páginas
14,60 euros

Con los pies en la basura



Lo más extraño de esta obra no es lo que el autor propone, sino, paradójicamente, aquello que no se planteó como objetivo. No es difícil adivinar y comprobar cuáles son las intenciones de Egloff. Basta echarle un vistazo por encima para identificar la lectura metafórica de esta ciudad que crea, a la que no le dedica más que una descripción, al inicio de la novela, y que tiene por atmósfera la inmundicia. Dada la índole ficticia, tal vez demasiado ficticia, hasta el extremo de sacar al lector de su comunión con la propuesta narrativa, uno se traslada inmediatamente al género de la ciencia ficción, donde las sociedades dibujadas son un vaticinio y, por lo regular, una denuncia. El protagonista, un neurótico pusilánime, huérfano  y medio sordo, pertenece a los estratos bajos de la urbe, sobrevive trabajando en lo más oscuro, que es el matadero, donde se sacrifica cualquier tipo de animal doméstico en una cadena de liquidación y despiece en la que puede llegar a aparecer el cadáver de un ser humano. Las vacaciones de su infancia las pasó en un lugar de veraneo junto a la depuradora, en cuyos tanques iba a bañarse en compañía de su primera novia. Cuando de la ciudad se apodera la niebla ésta es tan densa que distorsiona hasta la voz, que impide la percepción de la propia mano. Y por la ciudad, a la hora del crepúsculo, vagan jaurías de perros sarnosos dispuestos a robar la comida o los trozos de pantorrilla del que se descuide. A todo esto cabe añadir algún capítulo con piezas tan esperanzadoras como la luz al final del túnel, como es el caso de un atisbo de puesta de sol, o una capa de olor a primavera que flota, minuciosa y tenue, durante unos segundos por la ciudad. Estos capítulos son los más cortos, pues obedecen a plumazos de esperanza. Por el contrario, Egloff se entretiene con ese secundario que vive en el desguace, que atiende a sus visitas en los asientos de los vehículos, o en la imposibilidad de dar la noticia de un fallecimiento a una viuda.
Una vez expuesta la intención de denuncia, la metáfora que no precisa aclaración, al lector le queda por comprobar si el tono designa algo, si esa labor entre la ironía y el existencialismo sucio trascenderá más allá del entretenimiento. Y será ese misterio, que Egloff deja sin resolver, suponemos que intencionadamente, lo que más incomoda de la novela. ¿A qué se debe el paso de aviones que participan de una realidad paralela, que dejan caer sus restos sobre los hogares hasta el punto de que los habitantes se ven obligados a dormir con casco? ¿Pretende forzar una sonrisa o pretende forzar la irrealidad para hacerla increíble? En este caso, ¿qué busca un autor que saca a sus lectores de la narración? En principio, este no es un objetivo corriente en la historia de la literatura. Acaso sea esa comprometida simbiosis de humor y denuncia lo que no termina de funcionar en esta obra, lo que la transforma en una lectura en la que los atisbos de otra vida posible, extraídos de las conversaciones entre el protagonista y su mejor amigo, son lo más convincente. Es posible que falte un poco de rigor, ese que hace al autor abandonar constantemente los términos referidos a la basura y a las complicaciones de sobrevivir, en aras de lo absurdo, y que podría haberse solucionado con un poco más de trabajo, pues facilidad inventiva no le falta a Egloff. Por eso no deja de ser insólito el final, que es una metáfora dentro de la metáfora de la narración, con ánimo de expresar los límites del desconsuelo. Más aún teniendo en cuenta que uno sueña de noche, y que en esta ciudad constreñida no existe diferencia entre la luz de la noche y la del día. Cuando Egloff habla de un tiempo de perros en una noche polar, se limita a solventar el problema de no habernos transmitido esa sensación durante el relato.



Fuente: Culturas/Tribuna

No hay comentarios:

Publicar un comentario