La confesión de la leona
Mia
Couto
Traducción
de Rosa Martínez-Alfaro
Alfaguara
Madrid,
2016
212
páginas
Si
existe un escritor en el mundo al que se le pueda aplicar ese tópico de la
magia de las palabras, ese es Mia Couto. Y esa magia, en esta ocasión, está
puesta al servicio de describir un mundo en el que a las mujeres se les obliga
a tener marido pero no se les permite conocer el amor, un mundo donde se ven
obligadas a tener hijos, pero no tienen derecho a ser madre. Ese mundo que está
en algún lugar de la superficie de un planeta limitado, y por tanto es nuestro
vecino. Pero que al mismo tiempo da la sensación de pertenecer a otro universo,
a otro espacio, a otro tiempo: un mundo conciso pero creíble donde un abuelo no
se muere porque inventa el calendario. Y esa magia de las palabras está puesta
al servicio de la denuncia de la perpetuación de la mujer como esclava, la
mujer de Mozambique, la mujer de buena parte de África, esa hermana de la mujer
de casi cualquier región del Tercer Mundo, que mantiene su dignidad incluso bajo
la bota que la pisa la cabeza. La novela está repleta de colorido y de luz,
pero Mia Couto consigue que sea posible escribir una novela existencialista con
la música africana en la prosa, una obra en la que “cuanto más vacía es la
vida, más habitadas está por quienes ya se han ido: los exiliados, los locos,
los difuntos”. Pues junto al tema central, como en toda la obra de Couto, la
presencia del otro lado de la tumba es permanente, la frontera permeable, si es
que existe, hasta el extremo de que sus personajes están convencidos de que lo
que de verdad tiene peso en el mundo no es lo que ellos crean, sino lo que
piensan los muertos.
Couto
construye lo que parece una fábula a dos voces, la de dos antiguos amantes que
practicaron un amor tan juvenil e imposible como Romeo y Julieta: un cazador
adaptado, blanco, y una mujer que superó la invalidez para permitirse ese amor.
Durante años no han sabido nada el uno del otro, pero la aparición de unos
leones devoradores de hombres requiere la presencia de un cazador, que no mata,
que no pone trampas, que está convencido de que esos leones ocupan en las
creencias de la sociedad a la que acude algo así como los vampiros en
occidente. Las voces de los dos protagonistas se alternan. En la de ella,
siempre están presentes los espíritus de los antepasados, los duelos, la
orfandad, el peso de la tradición y de la paternidad, el registro del miedo que
quedó en una niña que ha vivido asustada, la incapacidad de comprender el mundo
de otra manera que no sea la mitología local, porque es necesario, para
sobrevivir, que cada cosa tenga un sitio. Y el mundo es inexplicable. De este
modo, al tiempo que el miedo es la constante en la voz de ella, en su relato,
lo es también el color. La prosa de Couto no renuncia a la sugerencia de
metáforas sorprendentes, que amplían el lenguaje sin necesidad de descubrirlo.
Pero Couto es de esos autores que consiguen transmitir la impresión de que está
inventando la literatura porque inventa el mundo: hablaríamos de realismo
mágico sino estuviéramos al mismo tiempo hablando de realismo social.
El
cazador, por su parte, es alguien que ha elegido sustituir los recuerdos por la
imaginación, algo que solo se elige si a uno le duele el alma. Y a él le sucede
a causa del enamoramiento. Junto al cazador aparecen una serie de figuras
grotescas, como los administradores de bienes y tierras y dinero, en un país
donde la gente administra espectros. A su lado, el cazador se va dando cuenta
de la que verdad cambia cuando uno cambia de territorio, de que los leones que
le encargan cazar bien podrían ser los hombres que violan, como si fuera una
fábula escrita por los animales, para quienes los gestores del mal son los
hombres. Dentro de su parcela emotiva, el cazador significa que no existe el
tiempo, es decir, que una despedida dura tanto como la vida entera. Y así van
los protagonistas sin alcanzarse, pero avanzando al mismo paso, leyendo a los
muertos. Couto vuelve a construir una fantasía verosímil, vuelve a escribir
algo que uno se atrevería a llamar, sin complejos, la verdad. Tal vez la
academia no haría mal comenzar a pensar en él para un próximo Premio Nobel.
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