Una
noche de luna
Caradog
Prichard
Traducción
de Ismael Attrache
Muñeca
infinita
Madrid,
2024
151
páginas
Para
entender cómo es posible que a Caradog Prichard (Bethesda, 1904 – Londres, 1980)
se le ocurriera crear esta novela, una de las mejores que se han escrito el
siglo pasado, conviene conocer un poco de su biografía: nació y creció en un
pueblo galés dedicado a la extracción de pizarra, desde donde vivió crisis de
calado, como la Primera Guerra Mundial; su madre, viuda (su padre falleció
contando él cinco meses), terminó internada en un sanatorio mental, tras pasar
muchos años de apuros intentando sacar a la familia adelante; él emigró siendo
adolescentes para dedicarse al periodismo en cuerpo, y a la poesía en alma, lo
cual le facilitó bagaje para expresar nostalgia o culpa, contando con unas
formas expresivas que son puramente compasivas. Una noche de luna hace
referencia a la luz que embriaga esta magnífica obra, llena de una humanidad
que, como se corresponde a los misterios en que nadamos, no cesa de arrojar
magia. Es una novela conmovedora, en la que un muchacho de alrededor de diez
años nos habla desde el presente, y en ocasiones desde el futuro, cuando será
el adulto el que recuerde, el que regrese. Este regreso contiene la materia de
los sueños, que es tanto como decir de los deseos y de los miedos. Este regreso
literario será una forma de saldar cuentas, o más bien de intentar saldar
cuentas, pues al final la literatura no cauteriza ninguna herida. Eso sí, nos ofrece
magníficas rutas para convencernos de que las heridas se pueden cauterizar.
Las
cuentas que Prichard y su muchacho pretenden saldar tienen que ver con la
locura. En las primeras páginas asistimos a tragedias e imágenes terribles,
como el epiléptico que tiene un ataque en un sendero, los indicios de alguna
perversión sexual o un suicidio, una obsesión que acompañaría al propio
Prichard durante buena parte de su vida. Pero el tono en que nos habla es de
una ingenuidad acogedora: por momentos pensamos que nos vamos a enfrentar a un
Tom Sawyer galés, que habrá felicidad, y es que sí hay indicios de que a poco
que cambie la suerte, será un niño feliz. Ahí están los amigos, por ejemplo,
para recordárnoslo. Aunque alguno de ellos también fallecerá, y esto no dejará
de ser un ancla de realismo en un mundo donde lasa sombras y los recuerdos
tienen la consistencia de la luz de la luna.
Este
niño debería estar comenzando a aprender a construir su personalidad, apunta a
la pubertad, idealiza y convive con todo emocionalmente, tanto cuando participa
como cuando es espectador, aunque por lo general es ambas cosas a un tiempo. La
presencia de la madre como faro, nos lleva a considerar que por mucho que la
muerte o la demencia sean los temas más concretos de la novela, ser hijo, la
maternidad considerada desde el punto de vista de un hijo, es el eje sobre el
que pivota la necesidad de escribirla. Pero en los momentos en que un verbo nos
hace darnos cuenta de que no es tanto un relato en primera persona como un
hombre que busca a la madre que tuvo y cuyo fin le resulta complicado de perdonar,
no podemos evitar considerar que la novela tiene, también, como finalidad crear
una despedida, la que en su momento no pudo producirse. Estamos frente a una de
esas obras que se le imponen a su creador, una de las que nos hacen mejores,
porque nos habla de la necesidad de ser mejores que han sufrido los demás. Una
obra que es a la vez un desafío y un descanso, que impacta y nos da aliento. Es
una ceremonia de expiación, cuyo objetivo tal vez no alcance nunca. Pero para
nosotros conquista la cima de la literatura y nos sugiere que debemos de leer
muchas veces esta novela, tantas como sea posible, porque no cesaremos de
encontrar en ella lo que nos hace dignos de ser humanos.
Fuente: Zenda
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