Esta
es tu casa, Fidel
Carlos
D. Lechuga
De
Conatus
Madrid,
2024
137
páginas
La
memoria debería ser algo tan sagrado y cuidado como un valle de cerezos. Pero
la condición humana nos lleva a la melancolía, no sólo por impulsos que se
gestan en nuestro interior, sino también obligados por las consecuencias de los
actos de los demás. Esta condición humana llega a extremos que no deberíamos
haber conocido, como cuando se trata de las decisiones de un líder que afectan
obligadamente a todos los que le rodean. No cabe entrar a valorar grados de
culpa ni efectos rebote, ni siquiera entrar a matizar los aspectos de la
presión de los más alejados, porque alguien intentó que se viviera bajo la
presión de una leyenda, y eso afecta al relato. Al final, cuando Carlos D.
Lechuga (La Habana, 1983) entra a hablarnos de su pasado, nos encontramos con
las miserias que hemos conocido a través de tantas voces. Será esa dualidad que
navega entre la desmitificación, que supone a veces enfrentarse a demasiada suciedad,
y el apego al pasado, que es nuestra propia leyenda, la del valle de los
cerezos, lo que dé a este libro de memorias y tono magnético. Uno quiso ser
niño y se encuentra con que se vio obligado a ser otro niño cuyas
características no respondían exactamente a las que se supone debe tener la
infancia. Y así sucederá también con la juventud y hasta con la vida laboral,
que en este caso es la de alguien dedicado a la dirección cinematográfica.
No
saber si se fue feliz nos habla de una construcción de la personalidad en
desarrollo. Para definirse, Lechuga ha puesto tiempo y tierra de por medio, y
se entrega a una escritura en párrafos cortos, porque los recuerdos no vienen concatenándose
como en una novela decimonónica. Lechuga es sincero, muy sincero, porque nos va
sugiriendo que lo que uno puede de verdad conocer es lo más próximo. Y que a
esa distancia, a la que llega nuestra aura, pueden encontrarse las razones que
justifican toda una vida y nos indican que estamos eludiendo cualquier
interpretación maniquea, pues lo que tenemos delante es un testimonio. No sabe
bien si el niño que está creciendo en el hogar es el mismo que el que está
creciendo en la calle. De esta etapa de relato de crecimiento saldrá, eso sí,
alguien preocupado por el cine y por la justicia.
Pero
el asunto que más presencia va adquiriendo a medida que se avanza en la lectura
es un miedo bastante físico: «En el totalitarismo, todo el mundo tiene mucho
miedo, porque como en una mafia controlada, todo el mundo se siente en deuda y
todo el mundo está embarrado». Uno se ve obligado a cuestionarse hasta su propio
espíritu crítico. Hay una maldición entre los espíritus creativos, que se ven empujados
a cierta clandestinidad para no ponerse en peligro, lo cual lleva a un tráfico
ilegal de libros y películas, y también de remedios de santería, como los que practicaba
su abuela, casada con un embajador del régimen cubano. Para poder existir, muchas
cosas no deben apartarse de las sombras, como la homosexualidad, que también atraviesa
las páginas que ocupan estas memorias. Por aquí transita Gabriel García
Márquez, el espíritu de un vecindario, una madre epiléptica y el aplomo de la
censura. Aquí está muy presente la disfunción entre vida pública y vida
privada, que es una congestión propia de quien vive atrapado: «Fidel había
logrado lo que más quería: separar a la familia cubana», afirma, para añadir,
unas páginas más adelante, la expresión que mejor define este libro testimonial:
«Tu deseo no le importaba a nadie. No eras la prioridad». Luego vino el
enfrentamiento con la administración, a cuenta de una película que se sostenía
sobre una relación diferente, y la muerte de Fidel, que tuvo cierto efecto de
cafetera en ebullición. Sobre este país y estos años, no dejamos de leer
testimonios, y todos parecen conservar el valor más importante, que es el
contenido de la humanidad o, lo que es lo mismo, el deseo de pasear por un
valle de cerezos.
Fuente: Zenda
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