El
reencuentro de los compañeros de armas
Mo
Yan
Traducción
de Blas Piñero Martínez
Kailas
Madrid,
2024
266
páginas
Ser
niño significa sentir el impulso de trepar a los árboles. Como Cosimo, el
protagonista de El barón rampante, que decide quedarse a vivir en los
árboles como Peter Pan decidió no salir jamás de la infancia. No es casualidad
que Mo Yan (Gaomi, China, 1955) elija este enclave, además junto a un río, para
que tenga lugar el encuentro y la conversación entre dos compañeros, dos
personas que fueron amigos en la infancia e inseparables durante los años que
pasaron vestidos de uniforme militar. Aunque habría que decir que no se trata exactamente
de un encuentro entre ellos, sino entre uno de ellos y el fantasma del otro.
Pero los fantasmas son tan reales, al menos en esta obra y en buena parte de la
literatura de Mo Yan, como las personas de carne y hueso. Al igual que las
sensaciones en los sueños son de la misma intensidad que las de la vigilia, las
presencias de los muertos suponen la misma entrega de amor que la que prodigamos
a los vivos. Para darle mayor emoción a la situación que se crea, Mo Yan la
sitúa junto a un río, ese escenario donde los niños van a pescar, como hacía Huckleberry
Finn, por ejemplo.
Pero
no es esa inocencia la que se irá imponiendo, aunque sí es el sustrato. A lo
que vamos a atender es a un torrente de sucesos que nos viene dado por un
torrente de palabras, que nos desbordan, en la que se nos va relatando la vida
de estos dos personajes a través de la voz de uno de ellos, el vivo. Estas
vidas tienen la característica principal de haber sucedido con los pies en el
aire. Da la sensación de que la pregunta latente a lo largo de la lectura es si
vivimos en vano. Tal vez ese sea el tema sobre el que orbita esta ficción, en
la que los sentidos son algo más que condimento, son la fuente de conocimiento
principal, y los fantasmas, que es tanto como decir la inevitable memoria, nos
lleva a pensar en la imposibilidad de resolver el oxímoron de Gogol: no pueden
existir las almas muertas. Las almas, por definición, son nuestra parte
inmortal, y esa es la parte que inquieta a nuestro autor. Es en el alma donde
uno sufre la presión de la disciplina, el absurdo de la rutina militar, el
absurdo de la sociedad dividida por estratos o el absurdo de las imposiciones
cotidianas, a las que con frecuencia llamamos tradición. Nuestros dos soldados
fueron más bien indisciplinados, al igual que fueron niños que jugaban junto al
río, lo cual nos lleva a concluir que una de las intenciones de Mo Yan es la de
hablarnos de la necesidad de cultivar un sentido de libertad que, a la fuerza,
sucede contracorriente.
Esta
libertad que reclama también ocurre dentro de su cabeza. Mo Yan es un autor que
se permite a sí mismo cualquier licencia creativa. De ahí que asistamos a una cadena
de ocurrencias que parecen no seguir ninguna estructura, como si fuera un relato
surrealista, pero que sin duda sí tiene un propósito: la libertad frente a la
disciplina, dudar si vivimos en vano. «Me veía limitado en el movimiento de mi
propio cuerpo y mis extremidades, pero mi capacidad de pensar era
extremadamente libre y me sentía más despierto e inteligente que nunca»,
asegura en algún momento nuestro narrador. En realidad, no deja de sospechar
que debe haber alguna deuda que saldar y de ahí que haya podido encontrarse con
el fantasma, junto al que revisa su pasado como haría tumbado en un diván
vienés. Como suele ocurrir tras la lectura de cada obra de Mo Yan uno sale de
esta novela preguntándose de qué calidad es la sustancia de eso que llamamos
realidad. Por algo se mereció el Premio Nobel.
Fuente: Zenda
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