Cuaderno de México
Eduardo Lago
Firmamento
Cádiz, 2021
154 páginas
Es cierto que con
nuestras divisas damos de comer a mucha gente, como lo es que buscamos eso que
ellos eran antes de que conocieran el color de nuestras divisas. Sea cual sea
la fórmula con la que nos movamos durante los viajes, todo pasa a ser una
versión del turismo y no podremos solventar nuestra inquietud, la de perjudicar
mientras nos beneficiamos, mientras no reconozcamos que nos estamos ateniendo a
los beneficios propios de las vacaciones, tras los que pueden quedar flecos,
más o menos sofisticados, de emociones que nos harán mejores personas.
Esa distancia parece
estar presente en estos Cuadernos de México, escritos por Eduardo Lago
(Madrid, 1954) durante un viaje a Yucatán y Chiapas hace más de veinte años. Lago
diseña un viaje a caballo entre el propio del mochilero, improvisando hoteles y
restaurantes, y el del turista, contratando guías y pequeños itinerarios,
durante dieciséis días. Acudimos a una suerte de desplazamientos en los que
compartiremos con él comidas locales, habitaciones un tanto rústicas y populares,
tramos en combi o autobús y calor, mucho calor, excepto en los días que transcurren
en San Cristóbal de las Casas. La secuencia de actividad es densa, sin apenas
detenerse a la reflexión que con frecuencia acompaña a los libros de viajes, ni
permitirse ninguna intromisión erudita. El efecto es descriptivo, tanto del
lugar como del viaje, y en la descripción Lago se muestra colorido a la par que
preciso. Es alguien que describe sensiblemente, sabiendo que al otro lado del
papel habrá un lector tratando de imaginar cómo es aquello que, a través de las
palabras, el autor pretende compartir.
Lago viaja dos veces: una
en desplazamiento físico, real, y otra a la hora de revisar el cuaderno. El
libro tiene forma de diario, pero se nos despierta de vez en cuando para
recordarnos que está revisado en el futuro de la acción, que es también la
memoria del autor. En una época sin internet, pero con guías Lonely Planet,
comprobamos cómo cierto espíritu de viaje, sin el aturdimiento de la aventura
deportiva, nos resulta extraño, ajeno: Eduardo Lago es observador del viaje a
la vez que protagonista del mismo. En la actualidad, con el exceso de imágenes
compartidas en redes sociales, esta mirada podría quedar perdida. Pero la
literatura de Lago nos permite su recuperación. Y así lo agradecemos, como
agradecemos cualquier detalle de humanidad. Nada hay virtual y sí cierto misterio,
como esa constante corriente que nos lleva a preguntarnos si existe la duda irónica,
la que no daña. ¿Nos está invitando a preguntarnos si cabe alguna
interpretación al relato? ¿Hay un contraste de baja intensidad entre lo que él
ha vivido y lo que nos sugiere? La idea, reiteramos, de ser el viajero a la vez
que el que observa al viajero y al viaje, nos lleva a quedarnos con la duda. Esa
será la virtud que permanezca en nosotros una vez cerrada la obra. Y es mucho.
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