Los
sótanos del mundo
Ander
Izagirre
Libros
del K.O.
Madrid,
2020
406
páginas
Una
de las grandes necesidades humanas por las que se crearon los mitos, es poder
desmitificar. El hombre es un heredero del primo del mono al que le encanta la
fantasía, y eso implica, en su límite, elevar a la gloria a quien sea y a lo
que sea, y, a cambio, desea poner en evidencia las fantasías de los demás. Se
trata de un trabajo de baja estofa en el que se ejecuta un exorcismo de odios y
de miedos, si es que unos no son hermanos gemelos de los otros. Viajar sigue
siendo un gran mito contra el que nadie se ha atrevido a entonar cantos de
censura. Uno de los mejores propósitos de los viajes es, a su vez, el de mantener
y subir de volumen los demás mitos, las creaciones algo etnográficas y algo
aventureras. En realidad, esos viajes son experiencias hacia las exageraciones:
es imposible encontrar una cumbre más alta, un viento más helado, un clima más
abrasador. Es imposible que la supervivencia sea una expresión más potente de
lo testarudos que podemos llegar a ser. Y esa testarudez está vinculada,
también, a los deseos de mitificar y a los de poner en evidencia. Al final, enfrentamos
una dualidad ante la que deberíamos guardar la mejor distancia, ser constantes
y ser espectadores. De eso trata el trabajo del cronista, de contemplar a la
vez el mundo dual.
“El centro de Ushuaia es una parrilla de calles en pendiente, plagadas de edificios de madera, hoteles, restaurantes, discotecas, centros comerciales y agencias especializadas en turismo aventuroide. Hace solo cien años, en este mismo lugar recolectaban mejillones los últimos habitantes de una tribu neolítica. Pero el aliento de los fantasmas se disuelve muy rápido”.
El
contraste como estrategia narrativa, para diseñar una forma de compartir la experiencia,
ha sido siempre uno de los puntos fuertes de la literatura de Ander Izagirre
(Donostia, 1976), como demuestra el párrafo anterior, que mitifica y
desmitifica, sin aspereza, uno de los extremos del mundo. Libros del K.O.
recupera Los sótanos del mundo, el que fuera el libro insignia de un
joven periodista, enamorado del ciclismo, con una facilidad para el relato de
viajes que sigue sorprendiendo. De hecho, al leerlo varios años más tarde la
intención de Izagirre resulta más ensordecedora, descorazona mucho más: si
antes nos hablaba de lo raro que puede ser el mundo, hoy nos lleva a un mundo
que ya no existe. El viaje no es por un planeta rendido al Instagram, por un
territorio saturado de redes Wi-Fi, con una dependencia absoluta de las redes
sociales, del Smartphone y de cualquier ciberexperiencia. La crónica, a pesar
de lo arriesgado del viaje que emprende, se nos hace familiar en el mejor
sentido del término: nuestro igual, una buena compañía, un territorio en el que
las emociones no se despegan de la piel.
Izagirre
pasea por varios rincones del planeta buscando los puntos más bajos respecto al
nivel del mar. Y se va encontrando con demonios del presente, del olvido y de
la historia. De todos ellos nos habla con un espíritu didáctico en el que la
literatura está al margen del espectáculo de la palabra; de hecho, la palabra
está en función del relato. Se trata de unas crónicas limpísimas en las que
mientras viajamos al Valle de la Muerte, al Mar Muerto, a la Laguna del Carbón,
al lago Eyre, al mar Caspio o al lago Asal, mientras se nos expone la extrañeza
de cada continente, se mira hacia las sensaciones del viajero, ese que va
reconociendo en cada punto lo peculiar de la vida. Y al mismo tiempo se
construye un mecano, y al igual que se construyen los mecanos, con la sensación
de estar participando de un juego, en el que la globalización aparece como una
nueva forma de explotación, en el que los episodios que construyeron el territorio
son películas que contienen acción, drama y comedia. El centro de interés es la
dificultad de respirar, algo que va resultando cada vez más complicado porque
se impone una colonización sin colonos. Hasta cierto punto, la nostalgia de la
colonización por parte de las metrópolis complementa la nostalgia por el tiempo
anterior a la colonización. Pero Izagirre plantea, no resuelve, y se queda con
los beneficios del viaje, con la naturaleza, el contacto humano, el paisaje o
la respiración. Todo lo que se puede recuperar si al partir nos olvidamos el
teléfono en casa.
Fuente: La línea del horizonte
No hay comentarios:
Publicar un comentario