La
hipótesis
Ekaitz
Ortega
El
Transbordador
Málaga,
2020
233
páginas
Lo
lamentable es no poder disponer de un carácter que te permita elegir cómo entra
la gente en tu vida. Existe un grupo de series en las que el personaje central
interrumpe unas vidas anodinas o en crisis de mantenimiento, es decir, sin sal
ni azúcar. Su presencia removerá el humus sobre el que asentaron las raíces los
personajes y dará lugar a situaciones cómicas; ahí está Alf, por
ejemplo, o El príncipe de Bel Air. La estrategia ha funcionado, también
con películas de terror, ese tipo de cine que intenta inquietar metiendo en
casa al enemigo. En el caso de esta Hipótesis, el sujeto que se inmiscuye
es un guionista contratado para dar sentido a un robo violento. La vida del protagonista
era bastante vulgar, hasta que unos tipos con capucha y mucha mala uva entraron
en su tienda. Es el momento en el que surgen todos los demás, todos los que
flotan a nuestro alrededor, sugiriendo que la mejor terapia para reducir el
supuesto trauma es hablar con ellos.
Durante
las primeras páginas, el protagonista se empeñará en mantener su entereza en un
debate sobre la comunicación y la incomunicación como métodos de mantenerse
erguido. En realidad, esas ofertas y esa negativa plantean un debate acerca de
quiénes somos, o quiénes seguimos siendo, pues aparentemente ese ser está
demasiado sujeto a construirse sobre lo que los demás opinan de nosotros. La
gente está en tu cabeza y pretende estar ahí dentro, con mucho más ahínco. Los
demás tal vez no sean el infierno, como supuso Sartre, pero, sin duda, son una
encerrona. El anhelo de ser misántropo nos embriagará varias veces a lo largo
del día, aunque solo sea para poder atenderse a uno mismo, para lamerse las
heridas con el estilo propio, y no atendiendo a la buena fe de los demás. El
enfado irá, pues, en aumento.
Pero
el efecto acumulativo de ofertas de generosidad se interrumpirá cuando el
protagonista decide contratar a un guionista profesional. La terapia pretenderá
ser narrativa, como lo es el relato que se dicta a un psicoanalista. Pero, en
este caso, trabajará sobre la ficción. Nada es real, ni siquiera lo que hemos
vivido. Guardamos un recuerdo parcial de los sucesos y muchas veces precisamos
ayuda para completar el cuadro. Esa explicación que nos tranquilizaría es lo
que se pretende cuando se va exigiendo al guionista que corrija, una y otra
vez, la descripción del suceso. Pero el guionista se irá transformando en algo
más que un profesional contratado por un hombre aturdido con un único deseo
claro: el de jubilarse. Ekaitz Ortega (Bilbao, 1983) ha escrito una novela casi
breve que orbita alrededor de una idea: no podemos sentirnos libres mientras no
estemos tranquilos. Porque a falta de definir con seguridad en qué consiste ser
libre, la tranquilidad sería el mejor de los atributos a los que tenemos
acceso. Aunque sea a través de una jubilación.
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